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Columna
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Periodistas

¿Se acuerdan de Little Big Horn, la batalla más legendaria del continente americano? Les refresco la memoria. 25 de junio de 1876. Praderas de Montana. Un sol de plomo. De un lado el general Custer, del otro, el mayor campamento indio jamás visto. Sioux y Cheyennes a punta pala. A Custer le seguían cinco compañías completas y un tipo flaco que cabalgaba a su lado en una mula con un curioso cuadernito de notas. Se llamaba Mark Kellogg e iba como enviado especial del Bismark Tribune. Era masón y bastante guapo, según cuentan. Estaba casado, tenía dos hijas, antes había trabajado como bombero, telegrafista y comentarista de béisbol, hasta que el oeste salvaje y primigenio le cautivó. Se tiró meses enviando al periódico apasionantes crónicas sobre la vida en el Séptimo de caballería: mordeduras de serpiente, whisky, amaneceres a toque de corneta en Fort Lincon y cosas así. No tenía en gran estima a los pieles rojas, nadie es perfecto. Pero era valiente. Se le había metido en la cabeza entrevistar a Custer y a Toro Sentado. Con la que estaba cayendo. También sabía que la obligación de un buen periodista es estar en el lugar preciso en el momento adecuado. Así que allí estaba con su bloc dispuesto a todo por una exclusiva. Casi lo consigue.

De la unidad de Custer no sobrevivió ni el apuntador, que en este caso era Kellogg. Su cuerpo apareció al lado de unas cuantas hojas garabateadas entre los restos de la batalla, humaredas perdidas y lejanos toques de corneta. Los indios le arrancaron la cabellera y una oreja. Así es la vida.

El año pasado murieron 76 periodistas según datos de Reporteros sin Fronteras. Pero no todos lo hicieron cubriendo un conflicto. Eso no sería de extrañar. La guerra es un lugar peligroso y un corresponsal tiene muchos más boletos de la rifa para que salga su número que un niño de colegio de San Ildefonso. Lo escandaloso, lo realmente intolerable es que muchos de ellos hayan sido asesinados en países democráticos, donde cada vez existen más tramas de conexión entre la delincuencia organizada y funcionarios corruptos para quienes los periodistas son el enemigo a abatir. El periodismo de investigación está en el punto de mira. Aquí, sin ir más lejos, un juez de Madrid ha dictado penas de un año y nueve meses de cárcel, además de inhabilitación profesional, para dos periodistas de la SER por publicar en su web una noticia veraz, claramente probada y documentada, relacionada con un caso de corrupción política y urbanística. O sea, como si en lugar de obligar a dimitir a Nixon hubieran metido en la cárcel a los periodistas que descubrieron el Watergate. Al menos Kellogg sabía de dónde venían las flechas.

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