Los pequeños detalles
Jude Law, el actor que me conquistó definitivamente en Enemigo a las puertas, ha declarado que su vida algunos días le entusiasma y que otros le deprime. Por fin una estrella de talento y bellos ojos verdes dice la verdad y no le importa que se sepa que no vive encaramado en la euforia, en lo positivo, en el optimismo. Y que alguien de éxito no tiene por qué sentirse exitoso todo el tiempo. Y que alguien con la autoestima por las nubes de vez en cuando tendrá que bajar a tierra para aprender desde abajo. Quizá por eso se ha empezado a reivindicar el pesimismo y a equilibrar los equipos directivos con personajes, hasta ahora arrinconados en el sótano de la sociedad, que ven y comprenden el lado negativo de la realidad.
Me encanta andar por esta ciudad, donde todavía hay sensaciones a las que agarrarse
Aunque por mucho que nos equilibremos, ya sabemos que la vida nos propina una de cal y otra de arena y es imposible mantenerse inalterable. Nos entristece el terremoto de Haití y no sabemos cómo encajar las terribles imágenes que nos llegan con las de nuestra vida real, y la muerte y la pobreza con la vida y la comodidad. Aquello lo sentimos pero no lo padecemos, y nos culpabilizamos por tener sensaciones agradables, impensables para quienes están en aquel país rodeados de tragedia y dolor. Paradojas de la vida.
Hoy me siento mal y bien, creo que encajo en el esquema de Jude Law. Me siento mal porque está pasando algo terrible agrandado por el caos y la desorganización, como si jamás aprendiésemos de las sucesivas catástrofes en países pobres como Haití para saber hacerles frente. Y no puedo evitar sentirme bien mientras callejeo por Madrid en esta tarde fría y gris. Me encanta andar por esta ciudad, donde todavía hay sensaciones a las que agarrarse, cápsulas del tiempo que están ahí para quienes quieran volver atrás un rato, porque volver atrás siempre serena.
Frente a los acontecimientos y al revoltijo en serie de todo a un euro, aún nos quedan en el viejo Madrid tiendas dedicadas, por ejemplo, sólo a mantelerías. Me quedo embobada escuchando a la dependienta, que lo sabe todo sobre mantelerías. O tiendas donde sólo se encuentran tejidos. Me paseo entre rollos enormes de telas pensando qué podría hacer con ellas. Unos cojines, una colcha, cortinas. Ya no se cose, todo se vende cosido muy lejos, en China. Pero es muy agradable la idea de hacer algo con las manos y apartarlas un rato del teclado del ordenador. Coger aguja, hilo y concentrarse en hacer un dobladillo.
No quiero decir con esto que las mujeres nos volvamos a encerrar a bordar, pero el costurero a rebosar de hilos de colores, dedales, alfileres, imperdibles formaron parte de mi infancia y siempre procuro tener uno en mi casa bien a la vista, aunque no lo toque. Me da sensación de paz y de paciencia.
Así que un impulso me lleva a Pontejos. Este comercio es un clásico, una catedral de las pequeñas cosas. La hogareña madera de la fachada anuncia que se entra en lo íntimo, en un mundo saturado de millones de detalles, que tapizan las paredes, con los que hacer algo con las manos, con los que armar cualquier cosa. El problema es que hay tanto de todo que, como no se vaya con una idea clara de lo que se quiere, te vuelves loco. Los dependientes están especializados en todo tipo de abalorios y te envuelven tres botones y medio metro de cinta como si hubieses comprado una pulsera de brillantes.
De Pontejos, pasando por las joyerías de la calle de Zaragoza, con sus escaparates llenos de plata, me topo con el gran hallazgo de esta tarde en la calle de Toledo, un establecimiento sin adornos, a la antigua, llamado Casa Hernanz. Se anuncia como alpargatería y cordelería, y no puede ser ya más cápsula del tiempo. Es un sueño para el que necesite cualquier material con el que hacer cualquier cosa. Desde rafia, a mallas de todo tipo a yo qué sé qué, todo, pero sin salirse de su especialidad.
Quizá esta crisis podría ser una oportunidad para volver a los oficios y al trabajo cercano. Pego el oído: también este dependiente envuelto en un guardapolvo azul sabe de lo que habla. Le dice a una señora que el tapizado que se lleva debe tenerlo en remojo toda la noche. Sabe tanto que me quedaría oyéndole toda la tarde. De pronto me pregunto cómo he podido sobrevivir sin conocer esta tienda, sin hacer algo con las mallas y la rafia. Siento la tentación de llevarme unos metros de cada, pero la resisto, comprendo que están mejor aquí, que en mi casa metidas en algún armario, y me marcho contenta y deprimida.
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