Informar del terror
Como escribió hace años Rafael Sánchez Ferlosio, el terrorista mata para que se sepa que ha sido él quien ha matado, de manera que si un rayo acaba con su víctima antes de que él haya podido hacerlo, su propósito se frustra. La razón es que, como seguía observando Ferlosio, para el terrorista la relación entre el hecho y la noticia está invertida. No es que ésta dé simplemente cuenta de lo que ha pasado, sino que lo que pasa, pasa precisamente para ser noticia. Por esta razón, en algunos países que sufrían los delirios criminales del terrorismo se consideró durante algún tiempo la posibilidad de que la prensa limitara la información sobre los atentados, o incluso la silenciara por completo.
Medidas que se rechazarían en condiciones normales, se reclaman cuando sirven de respuesta al miedo
Pero semejante estrategia presentaba graves inconvenientes, no sólo en el plano de los principios sino también en el de la eficacia. Si, por una parte, entregaba al rumor el espacio que corresponde a la información, por otra cedía voluntariamente a los terroristas un instrumento que, como la censura, es inaceptable en los sistemas democráticos.
Pese a las prolijas especulaciones acerca de esta vía para combatir el terrorismo, en las que destacó en su día el Reino Unido, la conclusión fue que el derecho a transmitir y recibir información debía prevalecer y que los Gobiernos, por su parte, tendrían que esforzarse para evitar que las noticias sobre atentados generasen terror, según el designio de sus autores. La combinación que se consideró más eficaz contra el terrorismo, y que, sin duda, ha demostrado serlo, fue la de extremar el rigor en la información y, al mismo tiempo, adoptar todas las medidas posibles para conjurar el terror.
Por eso, la protesta desafiante dirigida a los verdugos por las víctimas que han estado en condiciones de hacerlo, o de sus allegados, cuando las víctimas no sobrevivieron a los atentados, llegó a ser decisiva en algún momento para desbaratar los planes de los terroristas.
Pero este esquema se trastoca cuando, en lugar de ser los terroristas quienes necesitan hacer su siniestro trabajo de principio a fin, son los Gobiernos quienes asumen la parte de su tarea que consiste en asustar a los ciudadanos. Los alertas públicas con sus diversos colores, cuando no las especulaciones oficiales acerca de los planes de los terroristas, pueden tener, quién sabe, efectos decisivos en la prevención de atentados. Pero lo que sin duda tienen es consecuencias en la reacción política de los ciudadanos: medidas que en condiciones normales serían inapelablemente rechazadas, son en cambio reclamadas cuando se anuncian como respuesta al miedo. Este mecanismo, parecido a los guiñoles en los que un mismo artista acciona con una mano al títere de la cachiporra y con la otra al indefenso, se llevó hasta la involución democrática por el presidente Bush durante sus ocho años de mandato. Y ahora parece estar de regreso en todo el mundo a raíz del atentado frustrado de Detroit. El terrorista que estuvo a punto de derribar el avión pudo llegar tan lejos en su tentativa, no porque faltasen controles de seguridad, sino porque los que existen no se utilizaron convenientemente. Aun así, parece que hay que ir haciéndose a la idea de que los pasajeros tendrán que someterse al escrutinio de escáneres corporales o permanecer sentados en sus asientos durante todo o parte del vuelo.
Pero no hay que mirar únicamente al otro lado del Atlántico. Hace apenas unas semanas, el Ministerio del Interior español anunció que los terroristas de ETA podrían llevar a cabo un gran atentado coincidiendo con el semestre de la presidencia europea, "probablemente un secuestro". Poco tiempo después, la policía detuvo en Portugal a un comando que transportaba material explosivo en una furgoneta. Su objetivo no era colocar una bomba en España, sino trasladar su siniestra fábrica de artefactos desde Francia a Portugal. Pero la reacción en España fue prácticamente unánime: aquí está, se dijo, el anuncio del Ministerio del Interior se ha confirmado.
La realidad es que la detención de Portugal ni confirmaba ni desmentía el anuncio de un gran atentado, "probablemente un secuestro", hecho por Interior. Y no lo confirmaba ni lo desmentía porque se trató sencillamente de otra cosa, de la que todos los ciudadanos nos alegramos y que, en cualquier caso, no excluye que los terroristas lleven a cabo las barbaridades anunciadas. Sería un error creer que, sin embargo, este episodio se ha saldado sin costes. En concreto, el rigor en la información ha sido víctima de un Ministerio del Interior librándose a infundir miedo, fueran cuales fuesen las razones por las que lo hizo.
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