Afganistán: ¿La última oportunidad?
Es notorio que a la mayoría de los países que tienen tropas en Afganistán les gustaría retirarlas, incluido EE UU, cuya contribución al esfuerzo militar es imprescindible. Y es evidente que lo harán. La cuestión es cuándo, por supuesto, y -sobre todo- lo que dejarán tras de sí cuando se vayan. Es decir, si el objetivo -o los objetivos- que tenían cuando intervinieron militarmente y luego emprendieron el camino de la reconstrucción y el state-building se habrá alcanzado y podrá mantenerse de un modo razonable.
La conferencia de Londres, el próximo día 28, será una oportunidad de oro para fijar los cambios estratégicos en el tratamiento de este conflicto, ya apuntados por el presidente Obama el 1 de diciembre, y para marcar las acciones y la agenda que harán teóricamente posible su éxito y permitirán la deseada retirada.
No se trata ya de liquidar a los talibanes, sino de controlar a los terroristas 'yihadistas' escondidos entre ellos
Si la separación con Al Qaeda se produce, los talibanes no serían el enemigo; al menos, no más que otras dictaduras
Hay que sentarse a hablar con los líderes pastunes, con los imanes e incluso con dirigentes talibanes
Lo lamentable es que la retirada de las fuerzas internacionales empeoraría la situación de las mujeres afganas
Una condición imprescindible para que ese éxito se produjera sería que todos los participantes en la conferencia tuvieran muy claro lo que se quiere conseguir. Si el objetivo es confuso o difuso, ninguna estrategia puede tener éxito. Si es adecuado, debe contener una descripción clara de la situación final deseada de la cuestión, que debe ser realista, alcanzable y satisfactoria para los fines propuestos ¿Sabemos cuál es exactamente la situación final deseada en Afganistán? ¿Que Karzai controle completamente el país es un escenario realista, alcanzable y satisfactorio?
Además de que pudiera haber algún interés más o menos velado, como el de llevar a cabo una represalia que la sociedad estadounidense exigía por los atentados del 11-S, el objetivo declarado de Washington al atacar Afganistán, en octubre de 2001, era desmontar el Estado talibán que había dado refugio y apoyo a los terroristas de Al Qaeda para evitar que este apoyo continuara, la organización terrorista se reforzara y los atentados pudieran repetirse.
Una vez completada la derrota inicial de los talibanes, la Administración de Bush apeló a los aliados para completar la transformación del país. Por un lado, la persecución de los miembros de Al Qaeda y los talibanes que aún resistían, objetivo de la operación Libertad Duradera y, por otro, la ayuda a la seguridad y la reconstrucción encargada a la ISAF. La conferencia de Bonn diseñaba en diciembre de 2001 el camino hacia una situación final deseada de un Estado democrático centralizado y fuerte, respetuoso de los derechos humanos, libre de narcotráfico, que pudiera convivir pacíficamente con sus vecinos. En este escenario, los talibanes simplemente no contaban y debían ser neutralizados o eliminados. Por eso la conferencia de Bonn no fue una conferencia de reconciliación, sino de vencedores, y en ella los señores de la guerra -que habían contribuido a la victoria- obtuvieron importantes compensaciones que ahora se hacen sentir sobre la debilidad del Gobierno central.
Pronto, el choque con la dura realidad hizo este objetivo inicial demasiado ambicioso. Han pasado ocho años y los talibanes no han cesado de reforzarse y la confianza en el Gobierno central no ha dejado de deteriorarse entre el pueblo afgano. Las previsiones del Afghanistan Compact acordado en 2006 en Londres están lejos de cumplirse. Si no se quería tirar la toalla -impensable en la situación actual- era el momento de reconsiderar la estrategia a seguir y hacer un esfuerzo, que puede ser el último, para reconducir la situación. Así lo entendió el presidente Obama, que ha manifestado repetidamente que el objetivo prioritario, si no único, es evitar que Afganistán sea un peligro para los demás países, lo cual -al fin- simplifica bastante las cosas.
No se trata ya, por tanto, de liquidar a los talibanes, sino de liquidar -o al menos controlar- a los posibles terroristas yihadistas escondidos entre ellos. La confrontación con los talibanes dependerá así más del grado de su apoyo al terrorismo internacional que de su ideología política o religiosa.
Los atentados de Bali, Madrid y Londres, ejecutados en el momento más bajo del poder de los talibanes, indicaron claramente que la relación entre atentados internacionales y la existencia de un Afganistán talibán no era una condición imprescindible para que aquéllos se produjeran. Hay muchos otros refugios para los terroristas, principalmente en las áreas tribales de Pakistán, pero también en Yemen, Somalia, Sudan, el Sahel... Y hay varias redes de radicales yihadistas repartidas por el mundo, incluidos los países occidentales, conectadas entre sí de forma compleja y guiadas por unas directrices más o menos centralizadas, dispuestas a cometer actos terroristas.
Es cierto que quitarles un posible refugio no les facilita precisamente las cosas. Pero ni acabar con los talibanes en Afganistán va a acabar con los grupos terroristas internacionales yihadistas, ni dejar a los talibanes en paz tendría necesariamente que hacer más confortable la existencia a estos grupos, en el hipotético caso de que los talibanes se comprometieran fehacientemente a no prestarles apoyo.
La distinción entre Al Qaeda y los talibanes se ha abierto paso en los análisis occidentales hace relativamente poco tiempo. Pero puede ser la clave del éxito, como lo fue en Irak la separación entre los combatientes extranjeros y la resistencia suní.
Aunque es inexacto cobijar bajo el término talibán a todos los grupos armados que se oponen con acciones terroristas o militares al Gobierno de Kabul, e incluso dentro de los que consideramos propiamente talibanes hay tendencias muy distintas según los grupos, la mayoría de estos fanáticos religiosos son nacionalistas o más bien tribalistas, su intención no es destruir a la civilización occidental, o atentar en Nueva York, sino imponer en su región o en su país su ideología extremista. Su alianza con el yihadismo internacional, principalmente con lo que llamamos Al Qaeda, fue coyuntural, aunque ayudada desde luego por la ideología y favorecida sobre todo por la historia reciente desde la invasión soviética del país. Tal vez esta relación pueda ser revertida o, cuando menos, minimizada. Si la separación se produce, los talibanes no serían necesariamente nuestros enemigos, o por lo menos no más de lo que puedan serlo otras dictaduras u otros regímenes de radicalismo religioso.
Nuestro enemigo es el terrorismo internacional. Contra él tenemos derecho a defendernos. Pero no nos tenemos que defender necesariamente creando en Afganistán un régimen artificial cuya estabilidad es más que dudosa una vez que dejen el país las fuerzas internacionales, como tampoco podemos ocupar todos los países en los que los terroristas se refugian. La lucha contra el terrorismo yihadista tiene que estar basada en la inteligencia militar, en acciones selectivas de operaciones especiales o a distancia y en la colaboración local, que casi siempre puede conseguirse cuando hay algo que ofrecer a cambio.
En una primera lectura, la estrategia aprobada en Washington para Afganistán, y que será adoptada por todos en la conferencia de Londres, parece la única posible en la actualidad: debilitar a los talibanes, proteger a la población para revertir su creciente tendencia a someterse a ellos, y reforzar al Gobierno afgano de modo que pueda controlar el país, cada vez con menos apoyos militares exteriores, hasta que estos apoyos dejen de ser necesarios. La transferencia de responsabilidad se haría por fases y por regiones, a medida que el control militar del Gobierno afgano fuera efectivo. Y en la misma medida se podrían ir reduciendo las fuerzas internacionales, sin que aún esté claro si una parte de ellas permanecería en el país como garantía o para operaciones especiales. Naturalmente, esta estrategia se completaría con un apoyo selectivo al Gobierno de Pakistán para que controle sus zonas tribales y las mantenga en paz.
Para llevarla a cabo, EE UU adopta un sistema inspirado en el surge que significó un punto de inflexión en el escenario iraquí, es decir, un aumento temporal del esfuerzo para revertir la situación y dar una oportunidad al Estado afgano de consolidarse. Washington compromete 30.000 efectivos más y el resto de los participantes otros 7.000, que podrían ser más en Londres. En total, si contamos con los 33.000 que tiene EE UU en la Operación Libertad Duradera, podrían acumularse en el país más de 140.000 efectivos, el triple de los que había en 2007 y muchos más de los que nunca tuvieron sobre el terreno los soviéticos.
Posiblemente, la situación mejore en unos meses, pero es bastante difícil que esta estrategia tenga éxito durable, es decir, que garantice que cuando se retiren las tropas internacionales la situación promovida por éstas se mantenga. En primer lugar porque entre el resto de los afganos no hay la unidad necesaria como para enfrentarse a los radicales talibanes con posibilidades de éxito. Ésa fue la razón de la victoria de estos últimos en 1996. Los líderes regionales, o señores de la guerra, defienden sus propios intereses, y sólo los de Afganistán en tanto en cuanto coincidan con aquéllos. Es difícil contar con ellos, y muchos tienen milicias propias más o menos oficiales. En las áreas habitadas por pastunes -la etnia mayoritaria- la doctrina de los talibanes no choca demasiado con la forma de vida tradicional, desde luego mucho menos que la occidental, y en muchos sitios goza de un apoyo explícito entre la población. Muchos de los componentes del Ejército y las Fuerzas de Seguridad afganos no son confiables. Lo más probable es que, cuando las fuerzas extranjeras abandonen el país, el Gobierno que fue apoyado por ellas no tenga la solidez necesaria -sobre todo si está presidido por Karzai- y dure poco, para dar paso a una nueva guerra civil en la que los talibanes volverían a controlar el país o gran parte de él, con lo que todos los sacrificios podrían haber sido inútiles.
La alternativa es explorar la posibilidad de otro camino que lleve también a que Afganistán no represente una amenaza para los demás, que es lo importante, aunque su régimen político o su estructura no sean los que más nos gusten. Para ello sería necesario cambiar el paradigma en el que se basa la reconstrucción afgana desde la conferencia de Bonn para pasar de la exclusión a la inclusión, y de la confrontación a la negociación. Es necesario que todos los afganos alcancen un pacto nacional, una paz civil, en condiciones suficientemente aceptables para la comunidad internacional. Hay que sentarse a hablar con los líderes pastunes, con los imanes e incluso con los líderes talibanes para saber en qué condiciones aceptarían una convivencia pacífica, y si estarían dispuestos a suscribir un compromiso firme de que el país no va a albergar a terroristas internacionales ni a darles cobertura.
Si se adopta esta vía será necesario promover el diálogo nacional inclusivo en Afganistán, de modo que se produzca una auténtica reconciliación nacional, basada probablemente en el reparto del poder y en la autonomía regional. E involucrar a sus vecinos en la garantía de la estabilidad de los compromisos que se alcancen. Sólo después se podrá establecer un nuevo calendario realista para la implementación de lo acordado, que incluya la progresiva retirada de las tropas internacionales a medida que sea una realidad.
Una solución de este tipo produciría sin duda un corte en la evolución política y social de una parte del país, lo que es lamentable. Es cierto que las niñas no iban a la escuela y en los casos en los que han empezado a ir probablemente dejarán de hacerlo. También lo es que las mujeres no tenían derechos -siguen sin tenerlos en la mayor parte del país- y las que han mejorado volverán a esa situación si las fuerzas internacionales se retiran sin que los talibanes hayan sido neutralizados. Pero esta situación no fue impuesta por los talibanes en la mayor parte del país -en Kabul, sí-, sino por sus padres y hermanos. Incluso por sus madres. Es una mentalidad social lo que tiene que cambiar, no una forma de gobierno.
Las sociedades pueden ser ayudadas, pero tienen que evolucionar por sí mismas. Ningún militar occidental y cristiano va a cambiar las tradiciones pastunes ni va a ayudar a esa sociedad dar un salto hacia la modernidad. Por el contrario, si se invirtiera la mitad de lo que se ha gastado en operaciones militares, en ayudas directas condicionadas a determinados mínimos políticos o sociales, y distribuidas a través de sus líderes naturales -los jefes de tribu y los mulás-, los avances podrían continuar a un ritmo más aceptable para la población y de más fácil consolidación. Ayudar a que esa sociedad se desarrolle y adopte valores objetivamente buenos como igualdad y libertad sólo puede hacerse impulsando programas de desarrollo y educación que aceleren su evolución natural, pero sin tropas extranjeras que los vigilen.
Podría ser que la conferencia de Londres no haya sido preparada suficientemente, con todas las fuerzas políticas afganas ni con todos los vecinos del país, como para dar a luz el cambio drástico en el ámbito político que el conflicto demanda. Pero si no afronta con realismo la verdadera situación en Afganistán y su futuro posible, y se limita a apoyar contra viento y marea al Gobierno de Karzai, corremos el riesgo de que esta conferencia se convierta en una oportunidad más perdida -quizá la última- en la búsqueda de una solución factible que no sea demasiado lesiva para nuestra seguridad en el futuro.
José Enrique de Ayala es general del Ejército de Tierra en la reserva. Fue segundo jefe de la división multinacional Centro-Sur en Irak.
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