La corte tropical de Petrópolis
La ciudad brasileña nació en el XIX para el veraneo de la realeza. Allí recaló y murió el escritor Stefan Zweig
Quien visita Río de Janeiro por primera vez no suele escaparse a Petrópolis: la Cidade Maravilhosa de los cariocas puede serlo de verdad cuando se emplea a fondo en lucir su cara más espectacular, y cuesta abandonarla sin haberla explorado a fondo. Y a lo mejor tampoco a la segunda, cuando se suele recorrer la costa hacia el norte, hasta las bonitas calas de la península de Búzios, o hacia el sur, hasta el barroco colonial de Paraty o las playas y las selvas vírgenes de Ilha Grande.
Y, sin embargo, compensa hacer un esfuerzo por despegarse del Atlántico y subir hasta la Serra dos Órgãos, donde está Petrópolis. Aunque sea aprovechando uno de esos días de lluvia mucho más abundantes de lo que prometen los folletos eternamente soleados.
A una hora en coche de la ciudad, el ambiente no puede ser más distinto. La tierra se escarpa en picachos que dejan pequeño al Corcovado (afilados y erguidos como los tubos de órgano que les dan nombre), la niebla remolonea en la selva que se come las cunetas, el aire refresca según se trepa por ellos a base de curvas y se deja muy abajo la bahía de Guanabara y el Grande Rio, con su cinturón de favelas que se pierden de vista: en ese sentido, la excursión también sirve para entender mejor la ciudad y todo lo que tienen de escaparate amable, pero no del todo real, Ipanema, Copacabana y los barrios elegantes de la zona sur.
En realidad, ese aire fresco es la clave y razón de ser de Petrópolis. En el XIX, mucho antes de que se inventara el veraneo playero y los tangas de hilo dental, el emperador don Pedro II proyectó la ciudad (la primera totalmente planificada desde cero en Brasil) y construyó allá un palacio para refugiarse con su familia de los calores de enero. Las familias patricias construyeron sus villas al calor de la corte: no hay vacaciones para los intrigantes y los aduladores. Los palacetes más cotizados eran, claro, los que tenían ventanas dando al jardín del palacio y permitían escuchar, como quien no quiere la cosa, las conversaciones del emperador despachando con sus ministros a la fresca.
Eclecticismo sin pudor
Petrópolis, lo mismo que su vecina y gemela Teresópolis, bautizada en honor de la emperatriz, no paró de crecer desde entonces. Pero aún conserva un curioso aire de balneario centroeuropeo con ramalazos del trópico en parques y avenidas de árboles colosales, bajo los picos cubiertos de Mata Atlántica exuberante. Todo estaba pensado para el recreo de los ricos: los canales sombreados, las alamedas amplias de villas lujosas construidas en todos los estilos que pudo imaginar el eclecticismo de fin de siglo: hay neo-manuelino y falso Tudor, hay palacetes parisinos y chalés suizos. No falta, claro, un Palacio de Cristal importado de Francia en 1879. Ni una catedral neogótica que a estas alturas, más que temor de Dios, inspira pavor de serie B, con sus gárgolas negras por la humedad.
Ese aire mitteleuropeo, por otra parte, no bastó para consolar a Stefan Zweig, que vivió en Petrópolis sus últimos días. Había llegado a Brasil con su mujer, Lotte, huyendo de la anexión nazi de Austria. Era toda una personalidad literaria, y la élite culta del país lo acogió con los brazos abiertos. Él devolvió el favor dedicando al país uno de sus últimos libros, Brasil, tierra del futuro. La energía desbordante de los brasileños le apabulló ("Brasil es el país del futuro, y siempre lo será", dijo enigmático). Pero la paz de Petrópolis no le quitó su angustia: llegaba cansado ya y sin fuerzas para descubrir todo un mundo nuevo que exigía juventud y unas energías que le faltaban. El 22 de febrero de 1942, en la resaca del carnaval carioca, se suicidó aquí junto a Lotte, apenado por las malas noticias de la guerra en Europa. Las fotos de ambos, abrazados y con aire de dormir apaciblemente en su última cama, dieron la vuelta al mundo cuando las publicó la revista Life. Y uno las recuerda irremediablemente ante la fachada de su última -y bonita, aunque algo melancólica- casa en la ciudad, con placa, pero sin posibilidad de visita.
Su suicidio le impidió conocer la victoria de los aliados, pero también le impidió presenciar el pacto por el que el Brasil de Getúlio Vargas entraba en la guerra contra el Eje en 1944: lo hubiera vivido muy de primera mano, porque se firmó en el fastuoso hotel-casino del palacio Quitandinha, en las afueras de Petrópolis.
El Quitandinha acababa de inaugurarse con todos los fastos imaginables (y algunos inimaginables). Estaba pensado como buque insignia de un país que fabricaba aprisa la imagen turística de lujo y glamour que cuajó en los cincuenta. Todo se hizo a lo grande en este inmenso edificio seudo-alpino: la escenógrafa de Hollywood Dorothy Draper se encargó de darle un aire de superproducción a las casi 500 habitaciones, los salones mastodónticos, la pista de hielo, el gran lago en forma de Brasil que refleja la fachada.
Los muebles inmensos, los mármoles y los kilómetros de pasillos recuerdan los decorados pintados de Marnie y dan la sensación de haber encogido, como Alicia al llegar al País de las Maravillas. Tampoco se ahorró a la hora de promocionarlo: el dúo imbatible -e irrepetible- de Esther Williams y Carmen Miranda (quién si no) inauguró la piscina en forma de piano de cola y el inmenso teatro para más de mil espectadores. En sus butacas se sentaron Orson Welles y Walt Disney y Evita Perón: debían sentirse todos como en casa, desde luego, porque el Quitandinha mezclaba el Xanadú del ciudadano Kane con los sueños más locos de un Disney en pleno apogeo.
Por supuesto, el negocio fue ruinoso desde el principio. Y sólo este verano ha terminado la reforma -como centro cultural- de un edificio desmedido que arrastró su decadencia durante décadas y revive ahora, como el propio Brasil. Porque al buen entendedor no le hace falta el lago geográfico ante la fachada para darse cuenta de que el Quitandinha y Petrópolis son un buen resumen de la historia de este "país del futuro" que supo adivinar Zweig y que a pesar de todo se resiste a las abreviaturas.
» Javier Montes es autor de la novela Los penúltimos (Pre-Textos).
Guía
Dormir y comer
» Pousada 14 bis (0055 24 22 31 09 46; www.pousada14bis.com.br). Rua Buenos Aires, 192, en el centro de Petrópolis. Una preciosa casa colonial restaurada. La doble, desde 60 euros.
» Es una pena que el palacio Quitandinha ya no funcione como hotel, pero sí tiene un restaurante agradable instalado en el antiguo bar-boîte, con vistas al lago.
Información
» www.petropolis.rj.gov.br
» www.embratur.gov.br
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