La moto y el tiempo
El siglo XX fue pródigo en Fedras para la danza: Serge Lifar en 1950 la hizo para Tamara Toumanova en la Ópera de París (que Maya Plisétskaya recuperó rozando lo genial en 1986 en Nancy); Martha Graham la tejió para sí misma en Nueva York en 1962 y Birgit Cullberg, la más transgresora, la recreó para televisión en 1966 en Estocolmo con ambientación contemporánea.
Es precisamente la Fedra de Racine la que animó el libreto de Jean Cocteau para Lifar y es también parte del meollo de la de Miguel Narros, que saca aquí otra vez su lado tenebrista. Procede esta Fedra de un original que gestara el propio Narros para Manuela Vargas en 1990; y donde seguía senda sobre un personaje que ya había creado para ella en 1983: la sombra de la muerte en Don Juan Tenorio.
Fedra
Coreografía: Javier Latorre; música: Enrique Morente; dirección y guión: Miguel Narros; escenografía: Andrea d'Odorico; vestuario: Miguel Narros y Almudena Rodríguez; luces: Juan Gómez Cornejo. Teatros del Canal. Hasta el 31 de enero.
El Hipólito de Amador Rojas resulta artificial, amanerado y díscolo
Se estrenó Fedra en Mérida aquel verano de 1990 y el 9 de octubre sirvió de lujosa velada inaugural al Festival de Otoño en el desaparecido teatro Albéniz. Entonces Hipólito fue Diego Yori, y Teseo, Juan Quintero. La coreografía era de Manuel Marín y tensaba la cuerda sobre la protagonista, la llevaba al límite expresivo. Se recuerda claramente la escena, con estatuas estilo arcaico, ropa de cuero, la tensión y el poderío que desplegaba Vargas.
Hoy se ha sustituido todo eso por la ropa civil (más propia de una versión doméstica de Fama) y la escena aparece desnuda, sin tarimas. Eso sí, luces magistrales de Gómez Cornejo suplen cualquier falta y se yerguen como verdadero soporte o decorado. La música de Morente sigue siendo eficaz para sacar de ella buena danza teatral, ballet flamenco moderno.
En la nueva coreografía hay una introducción excesivamente larga y una manera de bailar poco convincente, algo que no tiene que ver con la preparación y sí mucho con la credibilidad de los intérpretes. El baile del coro resulta estándar, mecánico y resuelto de una manera poco elaborada de acuerdo al asunto trágico. Es que se baila sin profundidad ni intención.
El Hipólito de Amador Rojas resulta artificial y blando, amanerado y díscolo (y risible en un intento de usar la grupa de la moto como potro sexual). Alejandro Granados aporta su densa presencia vernácula, algo excesiva, y Carmelilla Montoya saca airosa su parte, le da calor tanto en lo que canta como en lo que baila, con una sencillez que es conmovedora por honesta.
También hay varios anacronismos estilísticos que si bien deben ser intencionados, juegan en contra de la obra. El traje final de Fedra recuerda al de Manuela, y es típico del estilo Narros, pero se descuelga del resto de manera manifiesta.
La acción bailada coge un poco de fuerza en la segunda sección de la obra, se hace más coral e intensa, pero no remonta de aquel gélido comienzo. Cuando arranca la moto y se forma el corro, hay un cierto aliento que Fedra debe sostener hasta su monólogo final.
Lola Greco, que aquí baila lo justo que puede en la actualidad, se ha entregado al papel, y tuvo al menos dos momentos felices, unas vueltas quebradas de prestancia y en ese desboque último, se acerca a la trágica que debe encarnar. Porque la verdad es que la danza española carece hoy de una trágica esencial, de estirpe, como era la Vargas.
De hecho, la historia no fluye ni se entiende con la claridad de antaño, uno de los deberes del ballet narrativo, que su lectura, ya sea con la danza misma o con los recursos de la pantomima, que aquí no están maduradas.
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