La sutileza ausente
Giulio Andreotti fue sin duda el político italiano más capaz para llevar a cabo las felonías más atroces mientras alardeaba de finezza, con lo que quiero decir que era todo lo opuesto a una Rita Barberá siempre resuelta a hacer barbaridades al tiempo que rara vez alardea de su esmerada educación. La sutileza no es de derechas ni de izquierdas, sino que permanece en ese limbo transversal donde la sabiduría consiste en hacer carantoñas a los niños en el instante mismo en que te dispones a apuñalar a su papi por la espalda. Maquiavelo sabía mucho de eso, lástima que en lugar de discípulos aventajados haya cosechado una recua de seguidores un tanto precipitados. Sin ir más lejos, no es culpa mía que Arturo Virosque se parezca más a un guardaespaldas con muchos trienios por delante y por detrás que al responsable de cualquier organización empresarial más o menos de cámara, mientras que al tal Díaz Ferrán, todavía presidente de la gran patronal española, lo buscan hasta en Argentina por ver si se digna a pagar de una vez sus muchas deudas.
La sutileza bien podría ser más un don que una elección o el resultado de una educación conveniente. Y desde luego también es algo de lo que carece Francisco Camps vejando desde la tribuna de oradores con una cierta apostura córvida donde desde los rayones de su despejada frente hasta la expresión desdeñosa de unos labios diseñados para el desprecio tratan en vano de hacernos creer que dice la última palabra, que, por cierto, todo hace prever que no será la suya ni la de muchos de sus jaleadores parlamentarios que se alzan cual pelotón y aplauden con muchos decibelios en cuanto pisa el hemiciclo, como si hubiera hecho su aparición Sara Montiel.
La sutileza toma de prestado a veces atajos, recovecos, simulaciones de desconcierto. Es el caso de Rafael Blasco, por ejemplo, siempre más sutil, si así lo deseara, en lo que piensa que en lo que dice, porque sucede que el gesto un tanto de matón intranquilo no le permite jugar con todas las posibilidades de la floritura parlamentaria. Nada diré de Serafín Castellano, ajeno en todo tanto a la sutileza como a la falta de ella, ya que ignora tanto su presencia como su ausencia, y en cuanto a Vicente Rambla, pues qué quieren que les diga. Es uno de esos casos, a veces peligrosos, en los que se pueden formular las barbaridades más gordas haciendo creer que dice lo que dice sencillamente porque pasaba por allí.
Y ya que nos aproximamos de manera un tanto burda a las sutilezas de lo sutil, goza más de ese raro mérito cualquier fachada de azulejos de las calles y callejones de El Cabanyal que toda la fantasmagoría arquitectónica calatraviana de la Ciudad de las Artes y de las Ciencias, esa copia atroz y a lo grande de cualquier cómic de los setenta.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.