De vampiros
Si no tengo más remedio que pedir algún buen deseo para el nuevo año, lo tendría claro: prescindir de tanto vampiro. No es una cuestión personal, de hecho me gustan las historias de draculines adaptados a los tiempos modernos. Simplemente, creo que esta última andanada de chupasangres tiene más que ver con una inconsciente metáfora de tiempos turbios recientes que con los ramalazos ultrarrománticos que nos sedujeron en otras épocas. Aquéllas no muy lejanas en las que, por ejemplo, Brad Pitt y Tom Cruise triunfaban en su versión de Entrevista con el vampiro, o el gran Francis Ford Coppola componía otra magistral ópera de cine con su particular Drácula.
En las librerías, en las paradas de autobús, en los teatros, en los cines, en televisión, nos asaltan los carteles: nueva temporada de True blood, sabrosa entrega de Crepúsculo, el conde inventado por Bram Stoker pasa al escenario de la sala Valle-Inclán en una adaptación que nos quiere hacer comprender de dónde parte el mito... Los vampiros de ficción nos rodean con rostros de rastreadores en busca de sangre fresca. Nuevas caras hollywoodenses llenan las salas de cine y autoras avispadas, como Stephanie Meyers, hacen pervivir con un auténtico boom la lectura en jóvenes adolescentes cuando los apocalípticos nos marean predicando la imparable muerte de la imprenta.
No es posible que políticos corruptos nos roben la cartera en cada esquina de la Administración
Pero, junto a estos tiernos corazones de lectores y espectadores ávidos de que prenda en ellos la ilusión del amor eterno -como ocurre en El holandés errante que se estrena estos días en el Teatro Real, por cierto, otro vampiro wagneriano-, conviven otros más peligrosos, más inquietantes, más reales. Ésos son los que en realidad me aterran.
El arte imita a la vida y viceversa. A algunos, no tan evidentes, tenemos la suerte de poderlos identificar en la ficción de unas tablas. Son vampiros reales y mortales, como los que todavía podemos toparnos en cualquier esquina, vestidos con traje roído y sin un duro para que el dentista les arregle los colmillos. Vampiros que destruyen y se llevan por delante antes su propia dignidad o la de quienes les rodean que verse en el riesgo de dejar escapar un euro. Lobos que son lobos para el hombre, como ese atajo de desgraciados sin futuro ni salida que representan hasta el próximo domingo la sensacional Glenngarry Glenn Ross, de David Mamet, en el teatro Español. Pasen y vean esta última semana el recital de crudeza en tiempos de crisis ofrecido por Carlos Hipólito, Gonzalo de Castro, Jorge Bosch, Alberto Jiménez y compañía, dirigidos por Daniel Veronese: un aleccionador marasmo de podredumbre, inmundicia moral y ausencia de esperanza que nos alerta ante lo que es capaz de hacer el prójimo tan sólo por sí mismo.
Pero sales del teatro y compruebas que todo eso, y más, resulta posible sin miedo a exagerar. Ahí afuera, sobre la nieve recién caída en las calles y los parques para inaugurar el año, existe una buena caterva de talento concentrado exclusivamente en jodernos la vida. No sólo en las cloacas de la explotación sin recato que pisotea la dignidad y el frío de las prostitutas en la Gran Vía, tan visible a nuestros ojos; también en los despachos y en los círculos de poder.
No es posible aceptar que un presuntamente respetable hombre de negocios chupe los ahorros de inmigrantes sin recursos para robarles la ilusión de volver a casa por Navidad. Y menos que este señor sea el cabeza visible de los empresarios españoles cuando hay tanto que pactar en juego. Si él representa a tan importante sector, apaga y vámonos.
No es posible que políticos corruptos nos roben la cartera en cada esquina de la Administración, ni que otros con un afán de populismo que acaban pagando los pobres infelices de siempre pongan, por ejemplo, pegas a los ordenadores en las aulas. No es posible que asistamos atónitos en Madrid al atraco de nuestros derechos con una sanidad precaria y en pelota picada, ni con una educación bajo mínimos que hará a nuestros jóvenes y nuestros niños más torpes no por escatimar recursos, sino por no aceptar los que puedan llegar de otros ámbitos para resolver carencias evidentes por el hecho de que no se les ha ocurrido en casa. Pasó con la Ley de Dependencia, ocurre ahora con los medios para las escuelas. ¿Quién pagará la cuenta? ¿Cuándo dejarán todos a una de chuparnos la sangre antes siquiera de que empiece a brotarnos por las venas?
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