El vikingo contra la política
Islandia se tambalea, esta vez por el choque entre el presidente y la jefa de gobierno
Islandia es un país de vikingos y poetas, y también de gente rigurosamente práctica. El lado práctico explica cómo uno de los lugares más inhóspitos de la tierra ha sido habitado por seres humanos durante los últimos mil años; el lado poético vikingo, cómo se encaramó hasta el sexto producto interior bruto per cápita más alto del mundo. Hasta que estalló la crisis económica global de 2008.
Las dos facetas de la personalidad islandesa se enfrentan hoy en la figura de un hombre, el presidente Olafur Ragnar Grimsson, y de una mujer, la primera ministra Johanna Sigurdardottir. Grimsson, hacha en mano, casi como el héroe de una saga vikinga del siglo XIII, ha vetado una ley enormemente impopular que Sigurdardottir impulsó y el Parlamento islandés aprobó. La ley impone el pago de 3.500 millones de euros en compensaciones a los clientes británicos y holandeses afectados por el hundimiento de la banca islandesa, el año pasado. Islandia, azotado más que cualquier otro país desarrollado por la crisis global, tiene una población de poco más de 300.000 personas, lo cual implica que cada habitante acabaría pagando unos 11.000 euros de su propio bolsillo.
Sigurdardottir es ahora la mala de la película y Grimsson, que impulsó la era del exceso islandés, el bueno
Una barbaridad, tal vez, pero la primera ministra llegó a la dolorosa conclusión de que no había más remedio que acceder. Por dos razones: el Fondo Monetario Internacional (FMI) había dejado muy claro que si Islandia quería ayuda financiera -y la necesita desesperadamente- tenía que someterse primero a las exigencias de Reino Unido y Holanda; y el mensaje casi idéntico desde Bruselas era que si Islandia quería integrarse en la Unión Europea (la primera ministra Sigurdardottir opina que parte de la solución a los problemas islandeses llegará por este camino) tenía que pagar.
Sigurdardottir nunca ha dicho que le agrade sucumbir a la presión de los dos poderosos países europeos; del mismo modo que nunca le agradaba a los pastores islandeses de principios del siglo XX tener que dormir durante el invierno en cuevas bajo tierra para protegerse del frío y del viento ártico. Para Sigurdardottir se trata, como para el pastor, de una cuestión ineludible de supervivencia; con el invierno no se discute.
Grimsson, un Rey Lear islandés, sí discute con los elementos; se niega a aceptar la intemperie que cae sobre su cabeza y denuncia la cruel injusticia de la naturaleza. El presidente -una figura más bien protocolaria, se suponía- recurrió a la letra de la Constitución para negarse a firmar la nueva ley y a insistir en que se sometiera a un referéndum nacional. Hasta ahora, y durante los 13 años que lleva en el cargo, Grimsson fue visto por la mayoría de la población como una figura respetable pero anodina; útil a la hora de dar un discurso en el extranjero, de hacer propaganda para su país -habla un impecable inglés- pero, por lo demás, de poco interés o valor. De repente se ha convertido en un héroe nacional, en el heredero de los grandes jefes vikingos, por haber tenido la valentía de responder al clamor del pueblo y plantarle cara al débil y cobarde gobierno de la señora Sigurdardottir.
La cuarta parte de la población había firmado una declaración opuesta a la nueva ley y el consenso entre los observadores políticos islandeses es que, en caso de que se lleve a cabo el referéndum, el 70% votaría en contra del Gobierno.
Grimsson y ese 70% de la población se guían por lo que ellos ven como el principio y el honor, por la percepción de que "fuerzas imperialistas" (frase muy de moda de repente en Islandia) están abusando de su pequeño país de manera vil. "Somos pequeños, pero peleones" es la actitud a la que el hasta ahora insulso Grimsson ha dado voz. Nunca ha sido tan popular, mientras que Johanna Sigurdardottir, carismática veterana del Parlamento islandés, nunca ha sido menos popular.
La ironía es que Grimsson fue en su día uno de los impulsores del supuesto milagro económico islandés, milagro apoyado en una burbuja bancaria que explotó en el otoño de 2008 tras el colapso de Wall Street y de la City de Londres, dejando a Islandia en bancarrota. Cuando Grimsson iba de viaje en representación de su país hablaba sobre la "exuberancia vikinga" de su pueblo casi en términos de superioridad racial o cultural. En mayo de 2008, en Londres, se jactó precisamente del "apetito por el riesgo" y demás ancestrales virtudes vikingas -la osadía masculina por excelencia de salir a conquistar el mundo en pequeños barcos de madera- como motivo de "la superioridad empresarial" del islandés. La banca islandesa, la vanguardia vikinga, operaba en 20 países y había comprado grandes empresas en Reino Unido y Dinamarca, pero al hacerlo, la deuda nacional superó largamente a la riqueza real. Se rompieron los vínculos bancarios en los que se sustenta el sistema financiero mundial, y la economía islandesa se hundió.
La percepción generalizada de que el desastre se debió en gran parte a un exceso de testosterona contribuyó a la victoria electoral de Johanna Sigurdardottir hace un año. Los mismos hombres, los mismos banqueros y ex ministros estaban de acuerdo en que había llegado la hora de recurrir a las mujeres; es decir, abandonar el arriesgado modelo vikingo y optar por el pragmatismo femenino, la mesura en la toma de decisiones. Fue ese pragmatismo y esa mesura las que llevaron a la primera ministra Sigurdardottir a la conclusión de que había que tragarse la medicina impuesta por los británicos y los holandeses, con el apoyo del FMI y la Unión Europea. El aliado principal de Sigurdardottir fue su ministro de finanzas, un hombre de corte decididamente no vikingo llamado Steingrimur Sigfusson. Famoso por haber insistido durante los años del boom económico que todo era un espejismo, que se avecinaba un desastre.
Pero de repente Sigurdardottir y Sigfusson se han convertido en los malos de la película y Grimsson, que celebró e impulsó la efímera era del exceso islandés, es el bueno. Y lo es porque apela una vez más al insaciable apetito ancestral de los islandeses por el riesgo, al impulso de enfrentarse como los vikingos a fuerzas de la naturaleza, que por lógica deberían de ser incapaces de derrotar.
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