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Minaretes, mujeres y obispos

Yo creo que el obispo Sanz Montes se equivoca. Si yo fuera un purpurado tradicionalista, no tendría la menor duda: estaría a favor de los minaretes en Suiza, y también en España. En todas partes. Yo misma estaría bastante a favor, siempre que no me pusieran los altavoces (modernos) a cien metros de mi casa, porque el sonido de las dulces campanas (sin amplificar) está en mis recuerdos de infancia, y la salmodia del muecín es bella, muy bella. Como las campanas.

Una cosa estética. Pero desde la perspectiva del obispo... Yo creo que el obispo de Canterbury, Rowam Williams, estaba más en línea cuando proponía al Parlamento británico que las cuestiones de familia de los anglomusulmanes, que los hay, se pudieran regular en Gran Bretaña por la ley coránica.

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Las anglomusulmanas, que también las hay, pusieron el grito en el cielo: de ninguna manera, expresaron, porque por muy creyentes que fueran, preferían la ley pura y dura, de británicas como todas, para sus divorcios, sus adulterios y sus relaciones de familia, que es de lo que se trataba. Preferían que, por la ley, se respetaran sus derechos, los derechos humanos.

Y ahí está el quid que había entendido tan bien el de Canterbury: que tenía más en común con los imanes, en lo que se refiere al tratamiento del derecho de familia, que con la legislación moderna, derivada de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.

¿Que por qué fueron las mujeres musulmanas las que dijeron que ni hablar? Pues porque el derecho tradicional de familia se refiere fundamentalmente a nosotras, las mujeres. Bueno, más que fundamentalmente, yo diría que únicamente, salvo en el tema de la herencia del patrimonio. Y eso, en las leyes de origen musulmán, pero también en la tradición cristiana y en la judía. Y en la ley civil, por decirlo así, hasta la modernidad.

Parece que se nos olvida que en España, hasta hace cuatro días como quien dice, el adulterio estaba penado con cárcel y era figura de mujer: en el hombre, el amancebamiento necesitaba pruebas de permanencia en el tiempo, etc., que ahora diríamos -decimos- que eran muy discriminatorias. Que matarnos, en ese caso, tenía atenuantes y hasta eximentes. Que hasta hace cinco minutos, las mujeres no disponían de sí mismas ni de su patrimonio, y que, mientras los varones alcanzaban la mayoría de edad a los 21 años, las mujeres no lo hacían hasta los 23. Ni cuenta corriente, ni libertad de movimiento, ni... Bueno. Hace muy poco que las mujeres somos iguales en el papel. Y la igualdad real es todavía un objetivo. En todo el mundo. En Occidente también.

Ahora está de moda hablar del drama de las mujeres musulmanas. Yo soy la primera que cree que tenemos que reflexionar, ellas y nosotras, sobre los temas de la indumentaria y la identidad -que es a los que se suele aludir mayoritariamente: del burka al velo o al chador-, y que no podemos mirar para otro lado ante el atropello de sus derechos, esa ordalía de sangre legalmente derramada, y esa sumisión al hombre, obligada también por sus leyes. O esa discriminación respecto a la vida cotidiana, los estudios, las libertades que nos parecen elementales. Pero cuidadín: no se trata sólo de eso, y eso hay que contextualizarlo. Ni todos los Estados musulmanes niegan los estudios y la atención médica a las mujeres, ni todos obligan al burka, ni todos apedrean a las adúlteras, por poner algunos ejemplos terribles. Ni siempre fue así.

Estamos ante el avance arrollador de las corrientes más reaccionarias y los clérigos más duros del integrismo musulmán, y su toma del poder político, y no quiero entrar en el origen y la responsabilidad en el auge de estas corrientes. Es un hecho que parece ser un signo de los tiempos. Porque también estamos oyendo a los integristas protestantes, a los ultrarreligiosos judíos, a los ultracatólicos.

Mal de muchos no consuela ni a los tontos, pero sí puede ponernos sobre aviso de lo fundamental: sólo una sociedad laica, con leyes laicas ajustadas a derecho y de aplicación universal, incluyendo a las mujeres, que si no, poco universal sería, puede librarnos de esas tropelías. No es sólo el tema de las mujeres el que está en juego, con todo lo importante que me parece.

Ya sé que la pregunta es hasta dónde llega el laicismo, que no es el ateísmo obligatorio, sino el terreno de juego donde es posible la libertad de cultos y también, la de no tener ninguno.

Ese terreno que permite la universalidad de los derechos humanos y la no discriminación de las minorías -y no me refiero a las mujeres, que somos mayoría; pienso, por ejemplo, en el joven Nemat Safavi, condenado a muerte en Irán por ser homosexual- y la convivencia de las iglesias y las religiones, de sus espacios y sus manifestaciones colectivas, dentro de esa raya intranspasable que garantizará el estado laico.

¿Y los minaretes? Los suizos han votado mayoritariamente que no se construyan más. No sé si esta cuestión debe votarse. No sé si los derechos de las minorías deben ser votados por la mayoría.

Desde luego, éste es el ten con ten de las feministas suizas, que no quieren minaretes en sus ciudades, pero, sinceramente, no entiendo bien al obispo de Oviedo. O sí le entiendo...

Rosa Pereda es escritora y periodista.

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