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Columna
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Otra ciudad

Hoy es Noche de Reyes. Irás y no volverás, dice José Emilio Pacheco, nuestro último premio Cervantes: "Sitio de aquellos cuentos infantiles / eres la tierra entera/ A todas partes vamos a no volver/ Estamos por vez última / en dondequiera". Tal vez por eso nos gusta viajar: París, Berlín, Estambul, Barcelona... y si nos aprietan las ganas, el Cabanyal o Campanar. Miramos hacia fuera porque sabemos, gracias a los surrealistas, que, a diferencia de lo que advertían en las ventanillas de los trenes de nuestra infancia, lo peligroso no es asomarse al exterior, sino que el auténtico riesgo consiste en sumergirse en uno mismo. Los sueños se acuerdan de los sueños y las pesadillas suelen ser repetitivas. La ciudad nos sigue, nos transforma si sabemos escucharla. Por eso con un poco de suerte, después de un paseo, volveremos a otra ciudad. Estos días de año nuevo paseo por Barcelona, las calles de mi bachillerato, y encuentro en una librería los ecos de París en las páginas de Georges Perec: "No hay nada inhumano en otra ciudad, como no sea nuestra propia humanidad". Perec es un escritor que me fascina. Absolutamente. Por la radicalidad literaria de toda su obra. Por su precisión caprichosa, Tentativa de agotar un lugar parisino; su mirada poliédrica (La vida instrucciones de uso); y su capacidad de jugar con el lenguaje (Especies de espacios). Perec era un optimista y su mundo, del que apenas nos separan 30 años, era bien distinto. Creía que el espacio estaba más domesticado y era más inofensivo que el tiempo: "En todos los sitios encontramos gente que lleva reloj, pero es muy raro encontrar gente que lleve brújula". Perec no conoció nuestra sociedad "branchée", hiperconectada. Hoy el reloj está incrustado en cualquier lugar: calles, farmacias, coches, televisores, cocinas y por supuesto en ordenadores y móviles, de los que tan difícil nos resulta despegarnos. Y aunque la gente no lleve brújula, viaja con GPS. Unos, como turistas. Otros, en patera. No. Puede que el espacio esté más domesticado, pero, desde luego, no es más inofensivo. Estambul es la última ciudad que me ha fascinado. En sus calles y sus gentes, en las pequeñas travesías por el Bósforo y sobre todo, en las páginas de Orhan Pamuk. En Estambul, ciudad y recuerdos, nos advierte de que cualquier cosa que digamos sobre una ciudad, sobre su alma o su esencia, acaba convirtiéndose en una confesión sobre nuestras vidas y sobre nuestro estado espiritual. La ciudad, dice Pamuk, no tiene otro centro sino nosotros mismos. Y así, descubro que, en el gran plano del Ensanche de la exposición que el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) le ha dedicado a Ildefonso Cerdà, mi primera mirada se dirige inexorablemente al patio del colegio en el que cursé el bachillerato y a las calles que recorrí por primera vez sólo, disfrutando de una incipiente libertad. Hoy volveré a la calle Provença, pero sé que será otra calle Provença. El tiempo nunca es inofensivo, el espacio rara vez es neutral y jamás inocente.

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