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Columna
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Lo público y sus paradojas

Hace exactamente dos décadas, un economista norteamericano, Dwight Lee, publicó en una revista académica un breve artículo que se titulaba, expresivamente, La imposibilidad del deseable Estado mínimo. El profesor Lee, que con toda probabilidad se sentiría profundamente desairado si no reconociésemos que es un convencido economista liberal, puso el dedo en la llaga de muchos neoliberales, que más que liberales nuevos son viejos militantes del anarcocapitalismo (o anarquismo de propiedad privada), esa corriente de pensamiento genuinamente norteamericana que ignora que de todos los inventos humanos, penicilina incluida, es el estado de derecho el que mayores cotas de bienestar ha traído a la especie humana. Y metió el dedo en la llaga porque los libertarios ignoran que el mercado es una institución social que requiere, no ya para su buen funcionamiento (que sabemos que nunca llega a ser perfecto), sino para su simple existencia, de la preexistencia de una autoridad pública que garantice el respeto a la iniciativa privada y a los derechos individuales, incluido el derecho a apropiarse del fruto del propio trabajo, sea físico o intelectual (y por tanto también el derecho de los artistas a cobrar por sus creaciones, por poner un ejemplo a la altura de la nueva economía sostenible que propugna el presidente Zapatero), así como la distribución equitativa de los costes y de los beneficios que el propio mercado genera.

El mercado requiere para su buen funcionamiento una autoridad pública
La socialdemocracia galaica confunde la supervisión con el intervencionismo

La paradoja en que incurren los libertarios reside, por tanto, en que el estado, el ámbito público de decisión, resulta, desde esa concepción, necesario para garantizar el funcionamiento de los mercados; pero a la vez la rémora que impide el pleno desarrollo de la iniciativa privada. Por una parte, alguien tiene que controlar e impedir que en el mercado aparezcan situaciones de dominio que alteran la competencia (y por tanto destruyen el mercado). Pero por otra, cuanto más crece el sector público, y más interfiere en la iniciativa individual, más difícil es que los mercados cumplan su función social primaria, esto es, promover la creación de riqueza y el bienestar. Una contradicción que lleva ya mucho tiempo resuelta entre los académicos liberales (sin neo) y también, desde hace ya algunas décadas, entre los socialdemócratas. Se trata, como por doquier podemos observar (desde el Banco Central Europeo a las normas de estabilidad presupuestaria) de regular el comportamiento de los agentes económicos desde el sector público, a través de normas jurídicas (en democracia, expresión de la voluntad popular) que establecen los márgenes dentro de los cuales los individuos y las empresas se pueden mover con absoluta libertad, así como los mecanismos de supervisión que garantizan que ese comportamiento de los agentes económicos se ajusta a lo previsto en las propias normas.

Los hombres son dados a tropezar dos (o varias) veces en las mismas piedras, incluso cuando se trata de regular desde lo público el funcionamiento de los mercados. Recordemos, sin ir más lejos, lo que el admirado Amartya Sen le dijo en septiembre de 2008 al candidato John McCain cuando éste intentaba vincular, para su ventaja electoral, la crisis financiera que aún colea con su particular cruzada de rearme moral: "Con la actual crisis económica cobró nueva fuerza la vieja teoría de que unos mercados sin restricciones pueden causar una gran confusión. John McCain responsabilizó a la codicia de Wall Street, pero la codicia no es un fenómeno humano nuevo: necesitamos reformas institucionales que conjuguen las contribuciones creativas de los mercados con unas medidas sociales constructivas, incluida una mayor reglamentación".

Lo que nos lleva a otra paradoja. La de que sean precisa y exclusivamente los representantes de la socialdemocracia galaica los únicos que mantengan entre nosotros esa "con-fusión" (valga la referencia a la reforma de nuestra Lei de Caixas) conceptual entre el refuerzo de la capacidad de supervisión de los poderes públicos y el intervencionismo en las decisiones de los agentes económicos. Máxime cuando ni siquiera estamos hablando de empresas privadas, sino de entidades de origen y carácter social que operan en mercados libres y abiertos, pero afortunadamente restringidos y supervisados, de acuerdo con la Constitución y el Estatuto, por la Xunta y por el Banco de España.

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