Jaque a los antitaurinos
Había que meter baza en el espinoso tema contra las corridas de toros en Cataluña, que casi ha eclipsado el resto de los problemas. Ni siquiera han sido convincentes los argumentos separatistas, en cuanto a la protección de los animales, pues es un jardín espinoso donde mejor no entrar. Aparte de las conocidas tesis de que nos zampamos buenos solomillos de vaca, costillas de cordero, jamón, lubina fresca y recién nacidas angulas, alguien hubiera podido sacar a relucir el auténtico martirio de otro animal, que, con más motivos que el toro, no se lo merece. Aceptemos el argumento de que el toro de lidia es difícil de estabular, no tira de un carro, y cuya carne -salvo las criadillas, el rabo y poco más-, no es base de consumo humano; tenemos al noble caballo, en su faceta más elitista: el de carreras, ese hermoso bruto estilizado a quien los preparadores acaban volviéndole loco, encerrado en cubículos donde apenas se puede mover, socorriéndole para su mejor rendimiento con un perrito o un mono para que no se destroce la cabeza contra las paredes del box. Como el espectáculo de las carreras -cuyo último fin y justificación son las apuestas- se celebra en un ambiente de lujo y fiesta y, al final, al cuadrúpedo ganador le ponen una lujosa toquilla y le intentan dar un sorbo de champán, nadie protesta por la cruel y refinada preparación.
Los catalanes pueden quedarse con 'La bohème', la butifarra y los 'chiquets' de Valls. El que quiera toros, que vaya a Nimes
No van por ahí mis tiros. Me gustan las corridas de toros pero, si se me permite la heterodoxia, quizás lo que menos me apetece sea ir a la plaza, subir interminables y empinados escalones, soportar con la espalda erguida las dos horas y pico que duran y aguantar al vecino que me echa en los ojos el humo. Prefiero verlas en la tele y leer sobre el asunto. Es un arte en el que los que destacan han de tener subliminar genio matemático, dominio de la armonía. La tauromaquia, algo que conocen de sobra los buenos aficionados, es la ciencia para desarrollar una peligrosa misión, donde todos los movimientos están previstos, el tiempo tasado, las partes de la lidia definidas y casi todo regido por el número tres, arco y clave de la Fiesta. Y complementar todo ello con el otro protagonista al que no le han podido enseñar ni a embestir, algo que debe conseguir el diestro como en muchos otros asuntos, los mayores enemigos sean quienes la desconocen, y la fiesta de toros es algo que solo ve una minoría de la población, hoy ampliada gracias a la tele.
Dicen que es un espectáculo cruel, inhumano, antiético y se me ha ocurrido, como punto de vista puramente polémico, anteponer a esa fobia algo muy caro a los catalanes, mejor dicho a los barceloneses en una medida, aún más restringida que las corridas: la ópera. Sólo a efectos dialécticos me enfrento a los abonados del Liceo ¿Se han parado ustedes a considerar el efecto desastroso y pesimista que destilan la mayoría de las óperas? Son una apología del asesinato, del adulterio, de los peores y más bajos instintos humanos. Desde que se inventó en su versión moderna, han visto la luz más de 800. En Il trovatore la protagonista se envenena y su amante es decapitado. En Rigoletto, muere la hija del payaso a manos de un sicario; En Carmen, el inefable Don José acaba matando al novio de la cigarrera gitana y a ella misma, ¡en una plaza de toros!; en Tosca, el baron Scarpia tortura y asesina al pintor Mario Cavadarosi y la novia de éste se tira al Tíber (río de Roma, no otro personaje); Otelo estrangula a su amada Desdémona y se suicida Borís Godunov acaba como una regadera tras haber intentado escabechar al zarevitch. Esto es lo que van a escuchar los burgueses catalanes, en el Liceo, como alimento artístico y espiritual. Desde un punto de vista de educación humana, la única ventaja que veo en esa demostración elitista, es que en el patio de butacas no se fuma.
No son cantidades equivalentes en la ecuación toros-ópera, pero algo hay que decir, para justificar que haya quien guste de la lidia de un toro bravo y quien se ponga en pie para gritar esa misma palabra: ¡bravo, bravo, bravo! después del aria final donde, por exigencias del monótono guión, se queda solo el superviviente.
La verdad es que mientras dura la polémica los hombres no se van por las tabernas ni se habla de la crisis, el desempleo y ese otro camelo a largo plazo que es el cambio climático. Por mí, los catalanes pueden quedarse con La bohème, la butifarra y los chiquets de Valls. Y el que quiera toros que se vaya a Nimes.
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