El monólogo perfecto
El carioca Guimarães Rosa (1908-1967), uno de los más grandes narradores del siglo XX, anduvo siempre obsesionado con el lenguaje. Se convirtió de forma autodidacta en un políglota, que hablaba una decena de idiomas y conocía el latín, el sánscrito, el árabe y el esperanto, porque estaba convencido de que el conocimiento de lenguas distintas le permitiría dominar los entresijos de la propia, su morfología, su variedad de registros, el poder de la transcripción del habla oral en la narrativa, la prosodia, el ritmo y los efectos jergales y resonancias de otras lenguas.
Ya se ganó un prestigio publicando los relatos que integran el volumen Sagarana (1946), pero cuando apareció Gran Sertón: Veredas, diez años más tarde, la crítica y el público presagiaron de inmediato que la novela, el ininterrumpido monólogo que el viejo maestro de esa tierra mítica de Minas Gerais que llaman sertón (terreno árido, solitario e ignoto como el desierto de Buzzatti o la Región de Benet), el yagunzo (suerte de gaucho) Riobaldo, le dirige a un médico de la ciudad, se convertiría en una obra maestra, y eso aun cuando el texto, vertiginoso si bien lingüísticamente denso, no es precisamente una perita en dulce y requiere que su lector se muestre perseverante para poder ir seduciéndolo página tras página con una prosa poética atestada de audacias vanguardistas, que anulan cualquier tentación de lectura regionalista, historias engastadas de mil y una vidas sacadas ahora a la luz por la voz extenuada del narrador ("cuento lo que fui y vi, en el levantar del día. Auroras. Cierro. El señor ve. Conté todo [...]. Lo que existe es el hombre humano. Travesías", reza el final), y constantes referencias literarias, nacidas de viejas lecturas del universo narrativo de la región de Yoknapatawpha de Faulkner, del Ulises de Joyce y del monólogo final de Molly Bloom, de los monólogos en contrapunto que dispuso Graciliano Ramos en Vidas secas (1938), una referencia inexcusable para cualquier narrador brasileño contemporáneo, de las crónicas de Indias y su tradición caballeresca abocada a ensalzar al hombre sobre el escenario de una naturaleza descrita con la misma precisión de geógrafo que emplea el narrador Riobaldo, de la leyenda de Fausto y el inferno de Dante, de Arguedas y la narrativa indigenista latinoamericana, enamorada del léxico del terruño y los indigenismos que se desperdigan por Gran sertón: Veredas, y de la poesía modernista, enamorada de las palabras coloristas y de los neologismos de que hace gala aquí el estilo de Guimarães Rosa.
Gran Sertón: Veredas
João Guimarães Rosa
Traducción de Florencia Garramuño
y Gonzalo Aguilar
Adriana Hidalgo. Buenos Aires, 2009
375 páginas. 25 euros
Gran Sertón: Veredas, que su autor tildó de "autobiografía irracional" y que encierra una dimensión moral y alegórica de primerísimo nivel ("el sertón es el mundo", señala el narrador), es la gran novela de la conciencia y la palabra, de la lucha del ser humano con su entorno, primero para comprenderlo y después para identificarse con él, describiéndolo. Prodigiosa construcción del lenguaje en torno a la región legendaria del sertón, de la que la novela es un epítome, la obra maestra de Guimarães Rosa se emparenta y da sentido tanto a grandes obras construidas también sobre la base del monólogo dialógico, de En nombre de la tierra de Vergílio Ferreira a Se está haciendo cada vez más tarde de Tabucchi, cuanto a novelas que despliegan el espectáculo del lenguaje, El zafarrancho aquel de Vía Merulana de Gadda o Paradiso de Lezama Lima, y esta nueva y espléndida traducción de Florencia Garramuño y Gonzalo Aguilar, que sucede a la que Ángel Crespo preparó para la edición de Seix Barral de 1967, devuelve felizmente al lector en español este inmenso ejemplo de muralismo verbal -Siqueiros, Tamayo o Rivera pintando conciencias del pueblo con palabras del pueblo filtradas por una prosa de vanguardia-, tesoro de la narrativa contemporánea al que le deseamos muy larga vida en nuestro idioma.
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