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Columna
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El placer

Estaba leyendo la novelita de Vivant Denon, Point de lendemain, una pequeña obra maestra de la literatura libertina del XVIII francés, cuando he aquí que me veo en la necesidad de hablar de la Biblia. No sé si conocen ustedes El libro de J, el núcleo originario de la Biblia judía, reconstruido por Harold Bloom y David Rosemberg a partir de Génesis, Éxodo y Números, y atribuido a un autor, J, probablemente una mujer, que lo habría escrito en el siglo X a. d. C.

Según Bloom, J sería un autor/a de primera magnitud, de la talla de Shakespeare o Tolstoi, y creador/a de un personaje literario de primer orden: Yahvé. Al margen del rigor filológico que pusieran en el empeño, es evidente que Bloom y Rosemberg quisieron extraer literatura de un libro o compendio de libros, la Biblia, que la contiene a raudales. Sin embargo, no es por su valor literario por lo que la leen millones de personas a diario en el mundo. La leen por su valor religioso. Sea como sea, no hallamos en ella, tampoco en el libro de J, una declaración tan afirmativa del placer como ésta que sí hallamos en el librito de Denon: ¡Qué noche deliciosa acabamos de pasar por el solo atractivo de este placer, nuestro guía y nuestra excusa!

El reciente nombramiento de José Ignacio Munilla como nuevo obispo de San Sebastián ha soliviantado a un sector de la población guipuzcoana. Las protestas no se han realizado precisamente en nombre del placer; no, ha sido en nombre de la identidad como lo han recibido algunos como persona non grata. Leo, sin embargo, en una entrevista, que nuestro obispo es un ardiente defensor de la identidad. La identidad que él nos atribuye es, por supuesto, la cristiana, que va a acabar convirtiéndose en una marca de etnicidad, más que en una religión portadora de una verdad revelada. Yahvé o Cristo ya no son la verdad, tampoco una ficción, sino la seña de identidad de Europa, nueva vía de acceso del adoctrinamiento religioso.

Pero lo más combativo del nuevo obispo se centra en nuestra moral sexual. Es conocida su postura sobre el aborto, así como la que mantiene sobre el papel del Estado como incitador por vía legislativa de nuestra actual depravación moral. El Estado puede ser el diablo, y lo que ahora le preocupa sobremanera a nuestro obispo es la introducción en las escuelas de una materia obligatoria para la educación sexual de nuestros adolescentes. ¿Serviría para incitar, más que para prevenir las consecuencias indeseadas de la ignorancia? ¿Mentar el placer implica provocarlo? Dos siglos después de Denon, el placer no necesita de ningún Estado para imponer sus exigencias. Tampoco de la aristocracia, pues, como otras muchas cosas, se ha democratizado. Dos siglos después de Denon, ¿estará peligrando la democracia, en el suelo europeo que la engendró como valor universal y no identitario, entre minaretes que reflejan a los minaretes prohibidos? Por lo demás, sea bienvenido por mi parte monseñor Munilla.

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