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Columna
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Puente aéreo

Jordi Solé Tura inició su actividad política en 1977 al ser elegido diputado, dijo la locutora al anunciar su fallecimiento, el viernes pasado. Pero la había iniciado mucho antes. Su libro de memorias Una historia optimista (Aguilar, 1999) termina en el momento en que, tras las elecciones de 1977, es designado miembro de la ponencia que va a elaborar el proyecto de Constitución. Pero antes hay 390 páginas de vida y política (clandestina). En la última página evoca lo que le había dicho Carrillo tras el asesinato de Julián Grimau: que, a pesar de todo, algún día tendrían que ponerse de acuerdo con sus enemigos. Por ejemplo, con Fraga, que era ministro de Información de Franco cuando Solé Tura era redactor de la emisora clandestina del PCE (Radio Pirenaica), sin sospechar que un día ambos formarían parte de la ponencia constitucional.

La otra cara de la unanimidad catalana es la oposición de la opinión pública española

En el prólogo del libro dice que el mayor elogio que ha recibido en su vida se lo hizo Pérez Llorca, otro de los siete ponentes constitucionales: "Tú defiendes con mucha fuerza tus propuestas y tus principios, pero siempre tienes en cuenta las propuestas y los principios de los demás". Pruebas de esa actitud las hay en otro libro suyo (Nacionalidades y nacionalismos en España. Alianza, 1985) en el que recoge los debates sobre esa cuestión en el proceso constituyente. Por una parte, da la batalla, en unión con Miquel Roca (los socialistas habían abandonado la comisión por otro motivo), por la inclusión en el texto del término nacionalidades, a lo que se oponía la derecha. Pero también por la aceptación del modelo autonómico "con todas las consecuencias", incluida la de votar en contra de la enmienda de Letamendia, que proponía facultar a las comunidades para, transcurridos dos años, convocar un referéndum de autodeterminación.

En su explicación de voto argumentó que no se trataba de hacer una Constitución testimonial sino una que recoja las "aspiraciones compartidas por la inmensa mayoría de la población española"; y que encontraba incoherente "haber luchado por una Constitución democrática y votar luego por una enmienda testimonial que chocaba de lleno con su lógica".

El pasado domingo el presidente Montilla instaba al Tribunal Constitucional a no actuar, en relación con el recurso sobre el Estatut, "de espaldas a la opinión pública". Pero ¿a cuál? Porque si se refiere a la española, algunos sondeos publicados ese mismo día reflejaban que, por ejemplo, la mayoría de los consultados defendía el "derecho a ser educados en castellano en cualquier comunidad", poner un "límite a las competencias de las autonomías" o "reconocer como nación sólo a España" (Público, 6-12-09); en el publicado en EL PAÍS se afinaba esto último precisando que si bien el 54% de los catalanes pensaba que Cataluña es una nación, el 86% del resto de los españoles opinaba lo contrario. Una diferencia tan grande requiere explicación.

Si, como opina Enric González (EL PAÍS, 27-11-09), lo que había era un problema de financiación de Cataluña que todo el mundo reconocía, hay que concluir que se abordó de la peor manera: exigiendo desde la casuística de las balanzas fiscales poner límites a través del nuevo Estatuto a la solidaridad territorial; y con medidas como la recogida en la disposición adicional 3ª, que determina la inversión estatal en infraestructuras en función de la aportación catalana a la riqueza nacional. Todo ello, al margen de los estudios que demuestran que la prosperidad catalana está relacionada con su posición ventajosa en el mercado español. Y al margen también de la experiencia que indica que la autonomía catalana está mejor defendida cuando cuenta con el respaldo de las demás comunidades.

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Otro punto de fricción es el de la lengua. Es cierto que el nuevo Estatuto no instaura nada que no exista ya; pero al incluir el deber de conocer el catalán, fija de manera difícilmente reversible el fundamento para prácticas entre antidemocráticas y ridículas ya en vigor, como la de poder multar a los tenderos que no rotulen en catalán.

Hay razones, por tanto, que explican esa distinta percepción de las opiniones públicas. Pero incluso esto podría matizarse: en la encuesta semestral del Centre d'Estudis d'Opinió difundida la semana pasada, el paro y la precariedad laboral son, como en el resto de España, la primera preocupación para el 45% de los catalanes; las relaciones Cataluña-España lo son para el 3,4%; y la crisis de identidad catalana, para el 0,5%.

Lo malo de la ola de unanimidad desatada en la Cataluña política y mediática es el tono arrebatado: la dignidad de Cataluña no depende de una sentencia del Constitucional, y no es cierto que estén en juego los pactos constituyentes que reconocieron la pluralidad identitaria. Ni siquiera está en cuestión el nuevo Estatut, sino algunos artículos y la interpretación extremada que podría hacerse de otros. Es un misterio este empeño en considerar una derrota lo que dista de serlo, pero ya ha tenido el efecto de romper el puente que por encima de viejas querellas trazaron personas como Solé Tura.

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