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Columna
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Catástrofe

El último grito en películas de catástrofes lo constituye la recientemente estrenada 2012, dirigida por Roland Emmerich. Ya saben: los mayas habrían predicho el fin del mundo para esa fecha, dando en el clavo. O por lo menos así lo han imaginado los golosos guionistas de Hollywood, ahora que pueden aprovecharse de tanto virtuosismo tecnológico y recrear mediante espectaculares efectos especiales las consecuencias de tsunamis, terremotos y demás desmesuras en las calles, paisajes y edificios más emblemáticos de los cinco continentes.

Aunque no la he visto todavía, no hace falta ser un lince para saber que no sucumbirá toda la humanidad (empezando por el apuesto protagonista). Como en todas las películas del género, los productores habrán pensado que una secuencia final de un mundo absolutamente devastado, sin un sólo superviviente humano, habría sido demasiado lúgubre e indigesto para el espectador medio. Queremos jugar con vuestro miedo, sí, pero no quitaros toda esperanza.

El éxito de este género cinematográfico, que recrea año tras año tremebundos desastres (y sus correspondientes héroes), tendrá algo que ver con esa "sociedad del riesgo" de la que habla Ulrich Beck. La denominación engloba al conjunto de los principales miedos contemporáneos, los miedos originados por el riesgo (siempre presente y extendido mediante el altavoz de los medios) de catástrofes ecológicas, de nuevas enfermedades, de atentados terroristas, de crisis financieras...

El fenómeno da pie a un sinfín de lecturas psicológicas, sociológicas y políticas. Pero la que más me interesa aquí es la lectura existencial: la que facilita la buena narrativa (tanto literaria como cinematográfica) de ese imaginario catastrofista. Ante un mal colectivo que ninguna autoridad puede prever ni remediar, las personas se encuentran desamparadas, obligadas a aclarar su orden de prioridades.

La peste de Albert Camus es, sin duda, el ejemplo literario más logrado. La ciudad argelina de Orán ha sido invadida por la peste, una plaga terriblemente contagiosa y mortal para la que no hay vacuna ni protección eficaz. La ciudad se cierra en cuarentena, todas las relaciones con el exterior quedan proscritas y los oraneses, acechados por la muerte, no tendrán más remedio que sacar lo más profundo de sí mismos: la miseria o la humanidad. Las autoridades religiosas organizan plegarias colectivas para arrepentirse de sus pecados y aplacar la ira de Dios; otros buscan chivos expiatorios, pues ha de haber siempre algún culpable. Todos han de elegir entre ayudar y aislarse, entre ofrecerse a los otros e intentar salvarse a sí mismos.

Las buenas novelas o películas del género hacen plantear al lector o espectador lo que ellos harían en esas circunstancias. Y, en el mejor de los casos, también les hacen reflexionar por la necesidad de convertir esas virtudes de tiempos dramáticos en virtudes de su vida cotidiana.

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