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Crisis en la danza emergente

La falta de recursos y la deficiente creatividad delatan las carencias del sector

La 23ª edición del Certamen Coreográfico de Madrid (www.pasoa2.com) se cerró el pasado domingo con la gala de los premiados de este año. En la noche del sábado habían competido siete finalistas, centrados todos en la estructura del paso a dos, una limitación que ha lastrado el evento de principio a fin, un error estratégico que lleva a los creadores a refugiarse en esa estructura low cost, pero que a la larga sale cara. La preselección alcanzó los 14 títulos y de la final quedaron fuera algunas opciones de interés, lo que resulta inevitable en todo concurso, pero que deja un mal sabor de boca.

El primer premio lo obtuvo la pieza Mala suerte o falta de talento, de Juan Luis Matilla y Raquel Luque (Andalucía); el segundo galardón fue para Carni di prima cualitá, de Natxo Montero y Patricia Fuentes (País Vasco / Cataluña), y el tercero, Sinnerman, de Jesús Rubio (Madrid).

La reducción al formato del dúo (ya sea por azar o de manera deliberada) no da grandes posibilidades a los creadores ni a los espectadores; ni siquiera hay elementos disponibles para mostrar las pericias en el trabajo de conjunto a partir de, por ejemplo, tres intérpretes, un elemento de base que debía puntuar. El nivel de baile ha sido esta vez bajísimo hasta el desconsuelo, probablemente el más desesperanzador de las últimas ediciones de esta importante plataforma, centrada en la oferta nacional y por la que han pasado ya más de dos generaciones de bailarines y coreógrafos locales y extranjeros que residen y desarrollan su trabajo en España.

La crisis ha tocado al sector de la danza muy en serio y antes que a otros segmentos de las artes escénicas, pero si de la carencia hay que sacar virtud, en este caso los procesos han abocado al desencanto y al desconcierto. No puede decirse ni tan sólo que los trabajos se inserten con fluidez en las tendencias internacionales, sino que caen en el juego endogámico de la imitación. Poco uso de la técnica corporal, ya sea convencional o periférica, casi nula destreza en la estructuración espacial y un petulante intento de intelectualizar los productos han sido características prácticamente uniformes de lo presentado y premiado. Si se habla de crisis global y sus reflejos, habría que empezar por analizar las crisis de creatividad, de verdadera ocupación del talento coreográfico.

Con una platea inquieta plagada de ruidos extraños a la función de danza en sí (teléfonos móviles, niños pequeños, comentarios y grititos de entusiasmo), ya la semifinal del sábado dejó ver pocas esperanzas en cuanto a encontrar un diamante en bruto (o a medio pulir, que de eso se trata).

La mayoría de las obras estaban concebidas para cazar un galardón, lo que demerita enseguida su propio valor coréutico. A estos arreglos de ocasión, que escasamente podemos llamar coreografías, se suma un desgaste progresivo de los ingredientes técnicos, un descuido notable por la presencia escénica (que incluye desde la preparación de los artistas hasta el físico) y un pretendido modernismo basado en el desaliño, algo que estuvo de moda una vez.

La falta de criterio en cuanto a la selección musical fue otra constante que merecería estudio aparte: mezclas sin solución de continuidad, ausencia de búsqueda y mucho sonido electrónico de recurso.

Si el paso a dos crea una estructura necesaria de diálogo entre los actuantes, el fondo sonoro tiene que funcionar como coadyuvante y no como impedimento. En este sentido, el primer premio jugaba a la distorsión, mientras el segundo lo hacía al feísmo y el tercero carecía de humor.

Sirvan de metáfora los prolegómenos expuestos por Juan Luis Matilla y Raquel Luque, los principales galardonados, que se ufanaban así: "La pieza no trata del cuerpo y la estrecha y extraña relación de los bailarines con éste (...). No es una investigación acerca del espacio y el tiempo (...). No hay un trabajo profundo en la música (...). Esta pieza es una extraña exaltación del mal gusto...".

Estos asertos deberían hacer meditar a los organizadores sobre si, probablemente, el modelo del certamen madrileño ha tocado su propio techo y debe adaptarse a exigencias globales que no mareen al creador en la carrera de la competencia y en el laberinto de lo críptico, sino en función de acoplar creatividad a las exigencias escénicas actuales, que no son pocas.

Juan Luis Matilla y Raquel Luque, en una escena de <i>Mala suerte o falta de talento.</i>
Juan Luis Matilla y Raquel Luque, en una escena de Mala suerte o falta de talento.

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