Elogio de la bondad
Es fácil reconocer en Pedro Altares a una figura del periodismo de la Transición, porque la vivió por dentro y por fuera en primera línea, y es una lástima que se nos haya ido sin dejarnos escritas unas memorias de ese tiempo, pero habiendo sido en efecto un periodista de ejemplar rigor y mirada comprensiva, testimonio de la mejor conducta en la profesión, es difícil disociar estas condiciones de su cabal posición de ciudadano comprometido y hombre bueno.
Quienes tuvimos el privilegio de su amistad sin fisuras, y lloramos ahora su pérdida, lo sabemos. Porque la bonhomía hace de los adultos niños grandes, cargados de inocencia y de entusiasmo, y Pedro Altares le puso siempre a los malos tiempos la mejor cara, con lo que logró ampliar su juventud, es decir, su ilusión, hasta donde pudo. Pero no acabaron ahí los méritos de este cronista y prudente analista de la actualidad. Hombre hecho a sí mismo, como suele decirse de algunos supervivientes de la dificultad, fue en el terreno de la edición un descubridor de nombres de creadores contemporáneos extranjeros que ampliaron nuestra visión cultural limitada por la dictadura. Lo hizo al abrigo de la cabecera de una revista que era algo más que eso: Cuadernos para el Diálogo. Fue aquélla una tribuna en la que, bajo su dirección, voces de muy distinta visión ideológica consiguieron entenderse en la aspiración de una sociedad nueva.
Inteligente crítico de teatro, lúcido lector, con capacidad para aglutinar buenas voluntades e ideas entre aquellos que esperaban la libertad en las horas últimas del franquismo, fomentó la convivencia de la política y la cultura en un mismo compromiso, sin sucumbir a los desengaños. Con él se va, para mí, un modelo de amigo y un ejemplo de decencia.
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