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Columna
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La Casa de Campo

La movida de los años ochenta y la noche madrileña son dos tópicos sobre esta ciudad que me producen bastante melancolía. La movida me la perdí porque precisamente en esos años hui a Dènia, junto al mar, en plan solitario, a oír las olas en lugar del roce de los pantalones pitillo y la dolida voz de Antonio Vega. Mientras empujaba el carrito de mi hija recién nacida me perdía aquel ambiente del que todo el mundo habla y sobre el que se hacen tesis doctorales o películas como la de Rafael Gordon sobre Ouka Leele. Me perdí la movida porque estaba viviendo otras cosas distintas, pero siento como que he faltado a una manifestación en la que todo el mundo estaba. Todo el mundo, menos yo. Digamos que te deja una mella histórica en el corazón. Cuando lo del Mayo del 68 aún no tenía la edad, cuando la movida estaba fuera de Madrid, cuando... ¿Qué pasa con la gente que no está donde está todo el mundo? Y la famosa "noche madrileña" me ha pillado sin ganas, me resulta trabajosa, sobre todo si pienso que tengo que divertirme. En el fondo, los mejores secretos de Madrid se juegan al mediodía en las comidas de trabajo y de no trabajo, a la luz del día. Lo que hacemos los madrileños en ese rato en que uno se escapa del trabajo merecería una novela, una película, un documental, algo. Hubo un tiempo, a los diecisiete más o menos, en que lo que más me atraía del mundo era la noche, tenía un magnetismo extraño, como si en la oscuridad se guardaran todas las alegrías escasas y buenas, por eso entiendo a los chicos de ahora. Dejadles que vivan la noche para que más tarde no sientan ninguna mella en el corazón. Pero además habría que darles las gracias a todos los que con gran esfuerzo, dejándose el tiempo y la salud, han creado un reclamo tan invisible como poderoso. Crear "la noche" y poder venderla fuera de nuestras fronteras me parece lo más ingenioso que ha hecho este pueblo al que le gusta la calle a muerte. Un pueblo creativo que inventó la movida, la ruta del bacalao, el botellón, que por cierto se está quedando muy viejo, habrá que idear algo rápido.

Es una de las maravillas de Madrid, te saca de la ciudad, te hace sentir que estás en otro lugar

Lo que más triunfa siempre tiene que ver con el entretenimiento o perder el tiempo. Luego podrá tener todas las aplicaciones interesantes que se quiera, pero de entrada lo que prospera entre las gentes es lo que llama a jugar y pasar el rato, de ahí que no exista nada, pero absolutamente nada, más interesante en este país (y en otros) que el fútbol. Y de ahí, Internet, una herramienta educativa de primer orden, una red de comunicación brutal, pero ¿qué nos comunicamos?, ¿de qué hablamos cuando chateamos? Ves a alguien con la cabeza metida en el ordenador horas y horas y lo más probable es que esté deleitándose con alguna tontería de YouTube o consultando el Facebook. Se supone que este invento es para hacer amigos y seguirse la pista unos a otros mediante notas. Muchas celebridades se dirigen al mundo y hacen sus declaraciones mediante el Facebook. Esto está muy bien si no fuera porque se te puede esfumar toda la mañana cotilleando en el Facebook de las narices cuáles serán los amigos de fulano o mengano, mirando fotos, leyendo frases a medio hacer. Aunque ya sabes lo que se dice: "Vales menos que un amigo de Facebook". Si escribes un blog, te metes en Facebook, le das al Twitter (leo en el de Ricky Martin: "Piensa en el éxito, enfócate, quédate ahí". Vaya, Ricky, qué positivo eres), te bajas música o películas (mal hecho), te embelesas en el correo, te pones con los videojuegos, la PlayStation, etcétera, si haces todo eso, no pisas la calle. Y entonces, ¿quién ve las hermosas hojas del otoño cayendo sobre la acera?

El otoño está por encima de todo. Las mañanas neblinosas, el color enrojecido y amarillento de los árboles, las setas para quien se atreva a cogerlas, los rayos de sol colándose entre las encinas de la Casa de Campo. La Casa de Campo es una de las maravillas de Madrid, te saca de la ciudad, te hace sentir que estás en otro lugar. Caminas por estrechos senderos salvajes, cruzas el puente de la Culebra, te metes unas bellotas en el bolsillo (la mejor encina está al pie de la caseta del teleférico), ves una ardilla, pasas bajo castaños, álamos y robles y te sientas un rato a contemplar las piraguas que cruzan el lago. Al fondo hay una ciudad, has viajado. Respiras hondo. Existen parques maravillosos en Madrid, empezando por el Retiro, pero la Casa de Campo te pone en el campo, te adentra en la tierra y logra que te olvides de todo.

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