Íntima, política e irónica
De vez en cuando, la Academia sueca que concede el Nobel de Literatura nos hace una revelación preciosa a los lectores apasionados pero ignorantes: en mi caso, le debo el descubrimiento de Wislawa Szymborska. Desde que en 1996 obtuvo el galardón, no dejo de disfrutar cuanto encuentro suyo en las lenguas que soy capaz de leer. Siempre me parece emocionante y divertida, dos calificativos que seguramente algunos censores severos consideran incompatibles entre sí y con la más alta estatura poética. Para mi gusto, en cambio, se complementan y potencian mutuamente. Lo más trágico de la poesía contemporánea no es lo atroz de la vida que deplora o celebra, sino la falta de sentido del humor de los poetas. De esta frecuente maldición escapa, risueña y agónica, Szymborska: ¿cómo podría uno renunciar a ella?
Carece de retórica enfática pero eso no disminuye su expresividad, sino que la hace más intensa por inesperada. Cuando comenzamos a leer uno de sus diáfanos poemas nos ponemos a favor del viento, para recibir la emoción de cara, pero nos llega por la tangente y no para derribarnos sino para mantenernos en pie. Confirma nuestros temores sin pretender desalentarnos: sabe por experiencia que todo puede ser política pero también nos hace experimentar que la política no lo es todo. Se mantiene fiel, aunque con ironía y hasta con sarcasmo, a la pretendida salvación por la palabra y sin embargo nunca pretende decir la última palabra: porque en ese definitivo miramiento estriba lo que nos salva. Nadie ha sabido conmemorar con menos romanticismo y con mayor eficacia el primer amor, cuya lección inolvidable se debe a no ser ya recordado...
Uno de sus poemas narra -sus poemas siempre relatan peripecias compartidas o soñadas- la visita al Himalaya que no llegó a realizar. Cara a cara con el Abominable, le dice: "Yeti, no todas las palabras condenan a muerte". Me lo doy por dicho y seguiré escuchándola.
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