¿Es pecado el parlamentarismo?
La Conferencia Episcopal no dejó ni 24 horas de respiro para anunciar su inquisitorial censura del rechazo por el Congreso de las cinco enmiendas a la totalidad presentadas contra el proyecto de ley de Interrupción Temporal del Embarazo y de Salud Sexual y Reproductiva. El secretario de la Conferencia Episcopal se apresuró a recordar con estilo relamido y untuoso la Declaración condenatoria de su Asamblea Plenaria sobre la iniciativa legal publicada el pasado 17 de junio.
Aunque los sapos y culebras verbalizados en 1985 por los obispos contra la primera ley socialista del aborto no dejaban demasiado espacio para una ampliación del agresivo zoo, el portavoz Martínez Camino se mantiene fiel al prejuicio popular de que cualquier tiempo pasado fue mejor: a su juicio, el proyecto de 2009 es "un serio retroceso" respecto a la vieja normativa.
Aunque practica la castidad y el celibato, la Iglesia católica pontifica sobre la moral sexual
La Conferencia Episcopal ha echado el resto en esa renovada ofensiva. Ningún parlamentario que atienda a "los imperativos de la recta razón" (un eufemismo retórico para designar las órdenes taxativas procedentes de la voluntad del Vaticano) puede "aprobar ni dar su voto" a la nueva ley del aborto. Muy en particular los diputados y senadores católicos, representantes de la soberanía popular que pasan a convertirse en obedientes transmisores del mandato imperativo de la Iglesia, se situarían objetivamente si lo hicieran en una situación de pecado y no serían admitidos al banquete de la comunión.
Así, El liberalismo es pecado, publicado en 1884 por el padre Félix Sardá y Salvany, amenaza con extender el fuego purificador al parlamentarismo. El argumento de autoridad invocado es nada menos que el papa Ratzinger, quien en 2004 -cuando era prefecto del Santo Oficio- informó al presidente de la Conferencia Episcopal estadounidense de que los católicos pueden comulgar en el caso de que apoyen la pena de muerte pero no en el supuesto de que defiendan el aborto.
Si bien la Iglesia católica discrimina a las mujeres y les niega el acceso al sacerdocio, los obispos no vacilan en autoproclamarse los máximos defensores del género femenino: aunque practican la castidad y el celibato, también se consideran con derecho a pontificar en exclusiva sobre la moral sexual y a pronunciarse en contra del preservativo, de los anticonceptivos y de la regulación de la natalidad. Intérpretes únicos de la ley natural y monopolizadores de la fórmula alquimista para transformarla en ley positiva, confunden igualmente la existencia biológica del ser vivo con la personalidad moral del ser humano.
El debate parlamentario de la semana pasada arrancó con una intervención de la ministra de Igualdad dirigida a facilitar la retirada de las tres enmiendas a la totalidad reformistas presentadas por Convergència Democràtica, Unió Democràtica de Catalunya y UPyD; es bien sabido, sin embargo, que la política crea extraños compañeros o absurdos enemigos de cama. Bibiana Aído subrayó el propósito del Gobierno de "encontrar un punto de equilibrio" entre los grupos parlamentarios sobre la cuestión que ha provocado mayores discusiones: la capacidad de las jóvenes de 16 y 17 años para decidir la interrupción del embarazo sin informar previamente a los padres.
El portavoz de Unión del Pueblo Navarro (UPN) descalificó la iniciativa legal mediante el recitado con tono infantil de una ristra de palabras comenzadas con la misma letra: "ilegítima, incongruente, injusta, inconstitucional, incompleta, inútil e inoportuna". La portavoz del PP subió a la tribuna en avanzado estado de gravidez para equiparar el proyecto del Gobierno con la práctica del aborto en los países del bloque soviético antes de la caída del muro de Berlín, pese a que el dictamen del Consejo de Estado ofrece una razonada argumentación y una abrumadora lista que homologan la nueva norma española con las regulaciones existentes en todos los países de vieja tradición democrática. Pero el malhumorado rechazo del PP y de UPN de la oferta de diálogo de la ministra fingió ignorar que la aplicación de la ley de 1985 ha puesto de manifiesto en el transcurso de más de dos décadas una serie de ineficiencias técnicas, efectos indeseados y disfunciones sanitarias que deberían ser corregidas -más allá de las creencias religiosas y de las preferencias ideológicas- en beneficio de las mujeres embarazadas.
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