Crimen y desmemoria
Qué poco aparecen el campo y sus gentes en la ficción dramática actual, tan urbana y presuntamente cosmopolita. Sobran dedos para contar excepciones como Cuchillos a las gallinas, obra telúrica del escocés David Harrower sobre la forja del lenguaje y el afán de conocimiento, o Las manos, canto del cisne de la España de trillo y azada, escrito a tres por Yolanda Pallín, José Ramón Fernández y Javier García Yagüe. Unos pocos años antes de Las manos, Fernández labró La tierra, drama rural sobre un crimen oculto y una vocación frustrada.
Si en Nina el autor madrileño hablaba del regreso de una actriz fracasada a su terruño, en La tierra la vuelta de María al pueblo del que se marchó una década antes, asfixiada, le sirve para narrar los hechos oscuros que le empujaron a irse.
LA TIERRA
Autor: José Ramón Fernández. Intérpretes: Mariano Llorente, Marta Poveda, Nieve de Medina, Raúl Prieto, Francisco Olmo, Julio Vélez, Andrea Soto, José Melchor... Música: Eliseo Parra. Luz: Pedro Yagüe. Escenografía y vestuario: Elisa Sanz. Dirección: Javier G. Yagüe. Madrid. Teatro Valle-Inclán, sala Nieva. Hasta el 27 de diciembre.
En 2007, Emilio del Valle estrenó un montaje de La tierra del que en este nuevo de Javier García Yagüe se conserva la idea central: ambos directores han puesto las acotaciones, extensas y poéticas, en boca de Juan, personaje fantasmal que surca la escena sin que lo vean más que su viuda y su nieto. La idea, explotada antes en algunos montajes de Valle-Inclán cuyos directores no quisieron privarnos de esas imágenes tan difíciles de materializar que el autor gallego trenza entre paréntesis, atenúa la acción y hace el espectáculo huidizo, onírico y algodonado.
Al texto de Fernández, escrito con tanta voluntad poética, no le iría mal en su aterrizaje escénico una puesta en acción mayor. Apoyándose en una escenografía de Elisa Sanz eficaz, hermosa y contundente, García Yagüe crea momentos visualmente muy bonitos, quizá demasiado: les falta el desgaste de la vida rural auténtica. Aquí todo está impoluto, bajo una luz inmaculada. Todo es lírico, cuando cabría pedirle esa frescura prematuramente agostada de los sucesos pequeños de los pueblos. La mayoría de los actores son jóvenes y tienen un aire muy pulido vistos tan de cerca, desde el graderío minúsculo de la salita pequeña del teatro Valle-Inclán. Por eso, cuando entra Francisco Olmo, con el peso que le dan sus cincuenta y tantos años y lo mucho vivido, el espectáculo crece. Nieve de Medina es demasiado joven para interpretar a Pilar, su hermana.
Por su lirismo, el texto de José Ramón Fernández es un arma de doble filo: lo idóneo sería traducir sus acotaciones en acción. Pero ¿cómo? Eso requeriría una sutileza infinita en el manejo de los tiempos, en las miradas y en el flujo de las emociones. En este montaje, destaca el desamparo real del Pozo de Mariano Llorente, personaje primo hermano del que interpretara Paco Rabal en Los santos inocentes. Y junto a él, la María fresca, impulsiva y desencantada de Marta Poveda, con la que sueña desnuda en sus únicos momentos felices. Al Miguel de Raúl Prieto le falta sutileza: es alguien que ha de parecer entero cuando está desmoronado y tranquilo cuando la tempestad le bulle por dentro. Andrea Soto tiene crédito en su papel de enamorada. Pedro Yagüe, gran iluminador, tira demasiado de luz fría en esta ocasión. En los pueblos, hasta en los días de niebla hay un fondo solar.
Aunque el cadáver que se esconde en este espectáculo es un muerto de suceso, cuando lo desentierran pensamos en otros españoles muertos que están comenzando a ser desenterrados ahora. Es inevitable: en los sucesos cotidianos resuenan sucesos históricos. Todos son fruto del árbol de Caín.
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