Un comisario en Sicilia
La Mafia suele tener éxito comercial. Desde El Padrino, en la versión literaria de Mario Puzzo o en la cinematográfica de Francis Ford Coppola, hasta Gomorra, el retrato de la Mafia napolitana efectuado por Roberto Saviano y llevado también al cine, sin olvidar las películas protagonizadas por James Cagney, George Raft, Edward G. Robinson o Humphrey Bogart, las cuestiones mafiosas atraen al público. Será la violencia, la sensación de vida al límite o el particular código de honor: la cosa contiene elementos que nos fascinan.
La visión artística de las mafias sufre, sin embargo, un problema grave: no explica el fenómeno. Se puede captar el universo mafioso, pero se pierde de vista su sentido profundo. Llamamos mafia a casi cualquier cosa. Hablamos, por ejemplo, de las mafias rusas, o kosovares, o napolitanas, en España. El caso es que dejan de ser mafia en cuanto abandonan su entorno natural para convertirse en simple delincuencia más o menos organizada. La Mafia original, la siciliana, y todas las mafias siguientes, crecen a partir de un cierto consenso social. No son solamente organizaciones criminales. Son el síntoma de una disfunción grave en una sociedad concreta.
Para hablar de una Mafia es mejor no hablar de ella. Basta con hablar de cualquier otra cosa y dejar que el fenómeno mafioso se perciba ocasionalmente. Ese, salvo en alguna obra muy determinada, era el enfoque del escritor siciliano Leonardo Sciascia: plano general, y que Sicilia vaya desfilando ante la cámara. Ese es también el enfoque aplicado por Andrea Camilleri cuando, de la mano del comisario Montalbano, pasea por las calles de la isla.
Las novelas montalbanianas de Camilleri están muy bien. Sorprendentemente, su adaptación televisiva es aún mejor. Quizá porque Camilleri fue guionista y realizador de la RAI y es un gran experto en teatro, quizá por la sobriedad con que dirige Alberto Sironi, quizá porque el actor Luca Zingaretti (que fue alumno de Camilleri en la Escuela de Cinematografía) aporta una carnalidad idónea, el Montalbano de la tele representa la culminación del personaje.
El comisario Montalbano no se enfrenta con la Mafia. La elude, la utiliza o la acepta, igual que hace con las órdenes de sus jefes. Si en una calle se ha cometido un crimen, pregunta quién cobra el pizzo en esa zona y consulta con el capo correspondiente: puede saber algo útil.
Camilleri no es sospechoso de connivencia con la Mafia, como tampoco lo era Sciascia. Al contrario. Lo que ocurre es que, como Sciascia, no aprecia el espectáculo de la Mafia ni la glorificación (generalmente disfrazada de denuncia) de la supuesta cultura mafiosa.
La Mafia que se percibe detrás de Montalbano es algo relativamente aceptado y asumido, no especialmente violento ni visible: un parásito indoloro que drena recursos humanos y económicos, que reseca la sociedad y la narcotiza. Eso es una Mafia.
Y a eso empiezan a parecerse ciertos fenómenos de corrupción endémica en España. Pero, por alguna razón, creemos poder acabar con ellos sin cambiar radicalmente el contexto del que se nutren. Parte del contexto, como es evidente, somos nosotros mismos.
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