Camps pierde los papeles
"Le encantaría coger una camioneta, venirse de madrugada a mi casa y por la mañana aparecer yo boca abajo en una cuneta". Tal fue, como es sabido, la andanada guerracivilista prodigada por el presidente Francisco Camps contra el moderado e imperturbable portavoz socialista Ángel Luna en el curso de la sesión de Cortes del pasado jueves. Un suceso con visos de epitafio político que ha merecido la más amplia resonancia mediática, al tiempo que disparaba las alarmas en sectores del PP, estupefactos ante tamaña y anacrónica demasía. Un exceso que, además, tiene su precedente en el desahogo que el molt honorable se permitió ante su propio grupo parlamentario reunido en Sant Vicent del Raspeig en septiembre último al confesar que "si la oposición pudiera me gasearía".
Al parecer, un caso de manía persecutoria que se acentúa desde que el jefe del ejecutivo cree ser el objeto de una conspiración que le acosa con mentiras y calumnias para desalojarle de la poltrona. Un cerco ominoso que a su juicio -y al de su guardia pretoriana, que menudo papelón le toca representar- nada tiene que ver con la corrupción desplegada por la trama Gürtel en el marco de la Comunidad y con la degradación democrática que se ha venido produciendo en el curso de las legislaturas campistas. Mediante el expediente de negar tales evidencias, esto es, las causas ciertas del descontento que moviliza a la oposición, toda crítica a ojos del PP se convierte en un ataque personal a su líder, agobiado hasta el punto de perder los papeles, el caletre y hemos de suponer que también el carisma.
Y es que, por más que se quieran maquillar los hechos, cada día es más notorio que el presidente Camps ha llegado al final de su trayecto político, a su Alcorcón, como dijo la síndica de Iniciativa, Mònica Oltra. Deja tras de sí una carrera política en la que ha transitado por varios cargos de bajo riesgo y color de prebenda, ha dirigido su partido con habilidad para condensarlo en torno suyo, laminando a los discrepantes, y ha demostrado que gobierna brillantemente con el viento de popa y la oposición vacante. Pero apenas se ha torcido la bonanza y ha sentido en las Cortes el hierro de la fiscalización, además del fisgoneo mediático, se han delatado todas sus limitadas entendederas. La primera y más penosa, no calibrar la barahúnda de corrupciones y corruptelas que le comprometía, por más que la amistosa laxitud judicial le absolviese provisionalmente. La segunda, no ser consecuente con la paralización en que está sumido su Gobierno y, después, por enrocarse en la resistencia, que ha de serle agónica.
Alega el presidente Camps que le respalda la mayoría, pero no se publican encuestas desde ni se sabe cuánto tiempo hace. Quizá porque se las reservan o no son tan jubilosas como solían. En todo caso, ya dirán las urnas en su día, entre otras cosas más decisivas, cómo valoran la zafiedad de un presunto delincuente, cual Carlos Fabra, apostrofando de "hijo de puta" a un adversario; o de un matoncete como Alfonso Rus, animando a "rematar" a unos profesores de valenciano que tildó de "gilipollas", o esta misma evocación delirante del "paseíllo" criminal con que nos ha sorprendido el titular del Consell, acaso víctima de un trastorno mental transitorio por el que se disculpó, y a quien le deseamos larga vida, pero lejos de las responsabilidades del gobierno, e incluso de los incordios de los tribunales. Como se ve, nada personal.
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