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Columna
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La fatiga democrática

Fernando Vallespín

La celebración del vigésimo aniversario de la reunificación alemana, que implícitamente significaba también la glorificación del sistema de democracia liberal y, cómo no, del "triunfo del capitalismo", coincide con uno de los peores momentos de una y otro. No porque se ponga seriamente en duda su legitimidad -sigue sin haber alternativa a la vista-, sino porque ambos no han sido capaces de evolucionar en una dirección satisfactoria. La reciente crisis económica ha sido una muestra bien palpable de hacia dónde conduce el capitalismo sin ligaduras ni controles políticos y la irracionalidad de un modelo volcado hacia un sistema financiero carente de una conexión directa con la economía real. Sobran análisis a este respecto, aunque no se otean en el horizonte cambios drásticos respecto a cómo abordar su tantas veces aclamada "reorganización" -la famosa "refundación" de que hablaba Sarkozy se nos antoja ahora como una broma pesada-.

La causa del desapego hacia la política puede ser la ausencia de un verdadero proyecto colectivo

Menos interés han suscitado las muestras de debilidad de la democracia liberal. Lo primero que llama la atención es que la tan cacareada "universalización de la democracia" que se proclamó tras la debacle del socialismo de Estado, el hecho de que adquiriera el estatus de único sistema político legítimo, se ha desvanecido detrás de la retórica inicial. A pocos parece importar que la mayoría de los países que se proclaman como tales, muchos de ellos, por cierto, antiguos miembros del bloque socialista, encajan más bien en el modelo de "democracias defectivas", caracterizadas por poseer procesos electorales, pero absolutamente carentes de los controles más propiamente liberales, esos que permiten una vigilancia efectiva del poder político y una garantía seria de los derechos individuales. El cesarismo del modelo chavista en América Latina cuela como una peculiaridad, mientras que ciertas "democracias islámicas" poseen la bula de la diferencia cultural. Con todo, seguramente haya que atribuir al poderío económico chino el que Occidente ya no tenga remilgos con la forma en la que se gobiernen los diferentes Estados.

Lo verdaderamente grave, sin embargo, es que allí donde sí hay democracias liberales que funcionan lo hacen con poco entusiasmo por parte de sus supuestos beneficiarios. Durante las últimas elecciones alemanas, la palabra más utilizada -y más suave- para caracterizar la campaña electoral fue la de aburrimiento, y se tradujo después, como en las portuguesas o las griegas, en una menor participación electoral. En todos y cada uno de los países indiscutiblemente democráticos se tiene la impresión de que algo no marcha bien. En la mayoría de ellos se pone el acento sobre la desconfianza hacia los partidos políticos, la institución peor valorada según el Eurobarómetro, aunque siga considerándose imprescindible. Pocos líderes políticos son capaces de mantener durante mucho tiempo altos índices de popularidad -véase el caso de Obama, con una reducción récord en un año-; y el recurso a la oposición se ve más como una forma de quitarse de en medio al partido gobernante que como una auténtica preferencia por la alternativa. La clase política suele ser casi siempre la cabeza de turco de una ciudadanía impaciente, inconstante e hipercrítica, bien alimentada en su furia por los medios de comunicación. El escenario que se abre ante nuestros ojos está marcado por la desafección y el desapego político.

En España, pero no sólo aquí, la imagen se complica con la presencia de la corrupción. Los datos de la última encuesta del CIS, con su récord de desconfianza hacia los dos grandes líderes políticos, más la alta valoración de la clase política como problema, nos muestran la imagen de un divorcio creciente entre políticos y ciudadanía. Precisamente por eso, porque nadie se salva dentro de la clase política y porque no es un problema exclusivamente nuestro, es preciso dirigir la mirada al mismo sistema más que a personas con nombres y apellidos. ¿Qué está pasando, qué es lo que falla? ¿Por qué es tan difícil -o dura tan poco- la ilusión con la política?

Puede que, después de todo, la causa esté en la ausencia de un verdadero proyecto colectivo, algo en lo que nos sintamos todos implicados y se escape de las conocidas y tan vituperadas rutinas. Una puesta al día de nuestros fines como sociedad; la persecución de un nuevo modelo de organización social más ajustado a los requerimientos de la sostenibilidad y las nuevas condiciones de vida. Y para que la respuesta sea efectiva debería surgir de una discusión abierta donde estén presentes las diferentes voces a las que nuestras democracias dieron visibilidad. Pero esto exige ya que los ciudadanos dejen de rasgarse las vestiduras, se arremanguen, y estén dispuestos a ejercer de tales.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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