El satánico pintor de porcelanas
El artista compagina bodegones tradicionales con esculturas de falos gigantescos
Antonio Martínez es de los que cree que cada casa define a su dueño. Por eso él se ha construido en Perales de Tajuña la morada más teatral e inquietante que ha podido. Entra por una puerta de lo que fueron caballerizas. Las paredes están cubiertas de crucifijos, chatarras recogidas de la calle, aperos de labranza y faros de barco comprados en Santander. Todo conjuga a la perfección con su propia obra: sus esculturas y pinturas salvajes. En medio del casón, se dirige hacia una pequeña radio. La enciende y comienza a sonar un tenebroso canto gregoriano. "¡Qué acojone!, ¿eh?", guiña un ojo.
Este artista de 60 años asegura que lo que mejor le define son sus óleos expresionistas y sus figuras dolientes en cerámica, seres deformes, falos gigantescos, clavos y aullidos. Pero lo que le ha dado siempre de comer es su otro oficio: la delicada labor de pintar porcelana. "Mi arte me llena de orgullo, pero ha hecho que muchos me tomen por Satanás", se ríe. Sus obras menos personales, "las comerciales", como él las etiqueta, aprendió a trabajarlas hace 40 años en el taller de su padre en el Rastro. Allí adquirió el temple para dibujar diminutas flores sobre pastilleros de porcelana y los tarros de farmacia que se amontonan por cientos en las estanterías de su casa. "El taller familiar funcionó hasta los atentados del 11-S; luego todos mis clientes comenzaron a recortar pedidos, hasta el Thyssen y los grandes almacenes", asegura. Junto a las cajitas, otra fuente de ingresos, confiesa señalando un bodegón: "Los pinto con técnicas del siglo XVIII. Luego un anticuario lo envejece y lo vende como de época. Nunca compres en un anticuario".
"Pinto con técnicas del XVIII. Luego un anticuario lo envejece y lo vende"
Su grupo de música tocó en un festival organizado por Torrebruno
Antonio desembucha las cosas a la velocidad que las piensa, paseando frenético por su caserón de Perales o en el coche mientras viaja hasta su taller en Arganda del Rey. Asegura que esa explosividad, el afán por discutirlo todo y el empeño por definirse como "un rojo" es lo que ha incomodado al Ayuntamiento de Arganda (PP), que este año le pidió que recogiera sus hornos de cerámica porque iba a prescindir de sus clases de arte después de 20 años. El Ayuntamiento argumenta que rescindió el servicio porque Antonio no tiene diploma de Bellas Artes. "Es verdad", reconoce sin complejos, "pero el verdadero problema es que yo quería hacer arte para educar, y aquí sólo les interesa el que da dinero". Sea como sea, le quedan los cursos particulares. Los días de clase repite su rutina de Doctor Jekyll: con sus alumnos define precisas escenas navales sobre baldosas de cerámica como las que ha colocado para decorar rincones célebres de Arganda (por ejemplo, la Casa del Rey); cuando se van, regresa Mister Hyde, con sus creaciones retorcidas y dispuesto a jugar impúdicamente con el maniquí con gafas de sol y sombrero de paja que guarda en su estudio. "Perdone, señorita", le dice mientras la mueve de un lado a otro de la sala sorteando caballetes.
En Arganda es un personaje conocido. Él se esfuerza por mantener ese estatus. Tuvo un programa de radio en el que leía sus poemas, hizo teatro surrealista durante casi una década y de joven tuvo junto a dos de sus hermanos un grupo de pop. "Éramos buenos, tocamos en un festival en el Parque de Atracciones organizado por Torrebruno", explica con orgullo. Todo lo que cuenta lo hace con ese sentimiento. Está especialmente satisfecho de ser un hombre anacrónico que tiene un granero en el que pinta con luz caravaggiesca y rodeado de telas de araña. "Yo no soy del momento", asevera.
La relación con el momento, el espejo y la edad tiene tintes mefistofélicos. El discurrir del tiempo asegura que le hace daño: "Todos tenemos partes oscuras y claras. No me avergüenza reconocerlo. Un artista hace lo que hace porque lo siente, aunque pueda rallar en lo irrespetuoso". Por si surgen suspicacias, también asegura que lo suyo no es síndrome de Diógenes. La acumulación de objetos es parte tanto de su programa estético como resultado de los años de infancia y juventud bohemia en el Rastro.
"Lo que más me gusta es la pasión. La que conocí cuando veía a mi padre emocionarse con cada botamen de farmacia que compraba en un pueblo de Madrid", dice. Esas piezas viejas le sirvieron al artesano para inspirarse, y son las responsables de que en casa de su hijo en algunas habitaciones se respire olor a hierbas. En otras huele a barniz y duermen esculturas como La ratita embarazada. Antonio asegura que hace 20 años vendía muchísimas obras a una galería alemana. Hoy la cosa está más complicada y un ejército de sus monstruos y sátiros asoma desde el interior de tinajas. Los vende por el precio que le apetece, cuando tiene ganas.
Antonio se pasea entre ellos frenético abriendo y cerrando puertas, pasando revista. Cuando sale del salón, tras él siguen sonando los cantos gregorianos, y detrás de ellos un reloj de péndulo marca los segundos.
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