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Columna
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La objeción a la enseñanza obligatoria

Darío Villanueva

En la primavera de 1996, el mismo día en que a mi hijo de once años le reducían una fractura en el brazo, el Gobierno anunciaba la supresión de la mili. Yo le ponderé aquella medida para compensarle el mal trago que estaba pasando, y para mí pensé que con ello el chico no engrosaría en el futuro las filas, ya muy nutridas, de los objetores de conciencia al servicio militar obligatorio,

Recientemente, el ministro de Educación sugería la posibilidad de que se ampliase la enseñanza obligatoria de los 16 años actuales a los 18, como ya ocurre en media docena de países europeos, entre ellos Portugal. Tal propuesta ha generado opiniones diversas, que bien pueden servir para que el Ejecutivo tome nota de los ecos recogidos por aquel globo sonda.

Hay alumnos que hacen huelga de brazos caídos por tener que estudiar hasta los 16 años

El ministro Gabilondo es un reconocido catedrático de Filosofía, y a nadie puede extrañar su propuesta. De la IIustración racionalista viene no sólo la idea de la educación y la cultura como fundamentos inexcusables de toda sociedad civil y del propio Estado, sino también su inclusión entre los derechos de las personas. Aquellas ideas darían lugar, antes de final del siglo XVIII, a las revoluciones americana y francesa, y en último término alentarían avances sociales posteriores que conducen hasta lo que se ha dado en llamar el Estado de bienestar. Para quienes consideramos que el conocimiento -y el perfeccionamiento personal por él propiciado- constituye una riqueza impagable, el universalizarlo e intensificarlo se convierte en un imperativo categórico de los gobiernos y los ciudadanos.

Pero si nos instalamos, además, en la más estricta actualidad, y convenimos en que nuestro milenio comienza consagrando la sociedad de la información y del conocimiento, nada mejor para nutrir sus filas que una educación lo más extensa e intensa posible. La presente crisis económica exige, por otra parte, un cambio en el modelo productivo que igualmente demanda el concurso de una población cada vez más formada. Nada, pues, más oportuno a tal propósito que el Estado amplíe en dos años (en Finlandia, tres: hasta los 19) el proceso educativo de los jóvenes.

Semejante planteamiento me parece impecable, y lo escribo sin la menor reticencia ni ironía, haciéndolo mío en su totalidad. Pero no se me oculta, como estoy seguro que al propio señor ministro y a los lectores de EL PAIS, una tacha que no parece baladí. Es de común conocimiento que la situación actual de nuestra enseñanza no es boyante, y diversos informes internacionales bien que nos lo están advirtiendo últimamente. Los profesores que enseñan en colegios e institutos, más allá de los índices de eficacia del sistema y de fracaso escolar, nos ilustran acerca de las dificultades internas que existen para el ejercicio de su cometido, algunas de ellas no mensurables estadísticamente, pues tienen más que ver con las actitudes que con las aptitudes de los estudiantes. Y en especial, hay una muy preocupante. Me refiero a la existencia de alumnos que realizan habitualmente una especie de huelga de brazos caídos ante el proceso educativo en el que están inmersos obligadamente hasta la edad de sus 16 años.

No cabe duda de que en una clase en la que exista tan solo una minoría de estos jóvenes objetores, la actividad docente y discente se ve seriamente alterada, y que su conducta lastra el progreso en la formación de sus compañeros cuya actitud sea cooperante y positiva. Pero ese tipo de objeción existe: ¿quiénes son los legisladores, las autoridades, mis padres, los profesores para tenerme aquí, en contra de mi voluntad, perdiendo el tiempo? Para los jóvenes que piensan así, los "costes de oportunidad" -como dirían los economistas- de nuestra enseñanza obligatoria actual son abusivos, pues hipotecan años de su vida que preferirían estar dedicando a otras intenciones o actividades. Y si esto es así, como los propios maestros nos advierten, esa posible ampliación a los 18 años podría engrandecer considerablemente el problema hasta el extremo de provocar el efecto contrario al pretendido. No olvidemos que el lema del llamado "despotismo ilustrado" era "todo para el pueblo, pero sin el pueblo".

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