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Columna
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Ximo el de Betibó

Cuando conocí a Ximo no nos caímos muy bien, ésa es la verdad, o así me lo pareció entonces, aunque nada certifica esa impresión, que yo atribuí a la tontería de que Ximo me tomaba por un intelectual de mierda mientras yo veía en él al fumata del legendario Anomia que se colocaba con el rock sinfónico, pero yo entonces ya era tan tonto como ahora, así que no acerté a ver ni en su figura ni en su indumentaria ni en su mirada ni en su actitud esa clase de concentración que anuncia de manera irrevocable la decisión de no ocuparse más que de sí mismo sin desdeñar por ello a los demás ni dedicarse a incordiarlos, de hacer lo que buenamente se pueda compartir sin forzar una maquinaria que para él siempre fue algo lenta, como persuadido de que lo que tenía que pasar pasaría lo mismo sin retenciones ni aceleraciones de nuestra errática voluntad, y no me refiero sólo a mi relación con Ximo sino a su manera de apariencia autista de estar en este mundo, así que me consta, y no porque él me lo contara, porque jamás conocí a persona tan discreta y educada, que fue un panadero exquisito, un horneador un tanto a la antigua que un buen día se deshizo del negocio con el que se ganaba la vida para abrir un bar, Anomia (sin saber que el término correspondía a un sociólogo de tanto postín como Robert K. Merton, al que sin duda, y para su fortuna, no había leído), un bar o lugar de encuentro un tanto de extrarradio donde la música se hizo carne entre sus frecuentadores y que pronto se convirtió en lugar de referencia obligada para los amantes de una incierta noche valenciana que empezaba a abrirse paso hacia una modernidad un tanto inocente y tal vez prendida todavía del imperdible de la cochambre, y el asunto tuvo tanto éxito que Ximo empezó a pensar que sin duda se había equivocado, porque no era posible que nada que él hiciera fuera susceptible de recibir ningún tipo de reconocimiento, así que vendió su parte del negocio, se largó a Dènia, que entonces no era como ahora, y construyó con sus manos una casita en una colina entre Dènia y Xàbia, a la sombra acogedora del Montgó cuando cae la tarde, a la que fue añadiendo habitáculos a medida que llegaban los amigos, y un poco más abajo levantó un bar que era lo más parecido a una desvencijada nave industrial, el Betibó, donde recalaban en verano todos los personajes emergentes de esta comunidad y en invierno acudíamos los amigos a hacer compañía a Ximo o a proporcionarnos nuestra propia compañía, quién sabe, pero también el Betibó tuvo mucho éxito, así que Ximo lo vendió para proseguir una huida que le llevó, me parece, hasta Mauritania, resignado ya al peso de la metástasis que al final lo ha liquidado, y ahora caigo en que después de más de veinte años de conocernos sigo sin saber ni su apellido, y ya para qué.

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