En la barbarie
Si se produjese el inevitable debate sobre las bellas artes, descubriríamos que en las trincheras de la cultura han aflorado procuradores de lo correcto provistos de un discurso conservador que disparan contra todo lo que se manifieste como innovación, cuando es notorio que sólo lo que cambia permanece. Leyendo Famosos impostores (Melusina), que Bram Stoker escribió hace un siglo, constatamos que nunca han faltado "individuos que no dudan en suplantar a quien haga falta en su búsqueda de riquezas, fama, o por amor al arte". Muchas usurpaciones y barbaridades se han acometido por este amor. Andy Warhol señaló con sarcasmo que "un buen negocio es el mejor arte". Aunque el panorama parece confirmar esta tendencia, el astrofísico John Barrow nos contenta afirmando que "el arte no sería una actividad humana universal si no hubiera respuestas y resonancias emocionales universales que pudiera despertar" -El Universo como obra de arte (Crítica)-. No piensa lo mismo José Javier Esparza, que en su ensayo Los ocho pecados capitales del arte contemporáneo (Almuzara) arremete contra los "abusos" de la creación artística contemporánea por incomprensible ya que ha establecido una "ruptura con la sensibilidad popular", e incluso el "asesinato" del arte. ¿Y por qué no pensar que es el espectador quien se ha estancado a base de una dieta de programación mediática residual y literatura kleenex y que el artista ha ido desarrollándose? En esta sociedad mediatizada, en fuga hacia lo superfluo, se asume que una obra de arte compleja es sinónimo de abyección y nunca se había vivido con tanto fervor el culto al "sin contenido". La televisión ofrece decenas de ejemplos de ello, aunque el más flagrante nos resulte el de Fernando Sánchez Dragó, que enarbola la transgresión como una sucesión de trasnochantes humoradas. En una sociedad hiperhedonista que no da signos de querer indagar más allá de lo que le ofrece la trituradora de los mass media, hemos colgado al Ser en algún rincón inaccesible para engalanarnos con los harapos de la Nada. Frank G. Rubio y Enrique Freire apuntalan esta tesis en su novedad editorial Protocolos para un Apocalipsis (Manuscritos), sosteniendo que "las masas son el mensaje básico de la relación hegemónica que unos pocos, y no precisamente los mejores, ejercen sobre la sociedad... Vivimos en la barbarie, aunque las tiendas estén colapsadas de productos y la publicidad nos aturda con su supuesto glamour". La barbarie está ahí fuera mimetizada. El concepto de grado cero de la escritura que cimentó Roland Barthes vuelve a recobrar una vigencia oblicua y podemos intercambiar la "ausencia en la escritura" por escritores sin literatura. El autor de best sellers Carlos Ruiz Zafón (La sombra del viento) manifiesta que "mucha gente es racista cuando se trata de libros" y rechaza la existencia de una Alta cultura. Es improbable que los libros tengan raza, no tanto el que los lectores tengan criterio. Refutando a quienes critican sus libros, Zafón dice que la segregación entre buena y mala literatura es fruto del marketing, y que en su tiempo las obras de clásicos como Cervantes, Shakespeare o Dickens podían considerarse como los best sellers actuales. Buen argumento para vender según qué libros, aunque Zafón olvida que desde Cervantes la literatura ha avanzado y que quienes escribían y leían en aquellas épocas eran los privilegiados y significaba un acto clasista, incluso subversivo. Bajo este paradigma: ¿dónde acomodamos entonces a Maurice Blanchot, Samuel Beckett, Julián Ríos o Aliocha Coll? La parcialidad la padece la literatura que indaga en nuevas vías de creación, no la que vuelve una y otra vez a los abrevaderos decimonónicos. Sin revulsivo la lengua se atrofia y acaba por descomponerse y, para renovarla, habrá que plantearse violar ciertos códigos de antaño o seguir vertiendo ríos de tinta que sólo destilan deseo de adulación y reconocimiento. No en vano, el filósofo suizo Benjamin Constant escribía allá por 1815 en Del espíritu de conquista y de la usurpación (Tecnos) que "la obsesión de todos los escritores es aparentar ser hombres de Estado". -
Iury Lech (1958), escritor y artista multidisciplinar, acaba de publicar el ensayo La imagen encapsulada. El videoarte como espiral. Fundación Autor. 130 páginas. 15 euros.
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