Comer solos
Un experto en protocolo declaraba que algunas empresas de Estados Unidos antes de seleccionar a un candidato para un puesto de trabajo le invitan a comer para estudiar su comportamiento. Y es que en ese laboratorio social que es la mesa se refleja como en pocos lugares el nudo configurado por los modales y las propensiones, la cultura y los instintos. La forma de sentarse, compartir, ingerir o, simplemente, estar revela lo que nos deleita o nos disgusta, por mucho que intentemos escondernos bajo el personaje que nos inventamos para sobrevivir.
Comer nos desnuda. Dota a cualquier gesto de un significado relevante. Pero esta circunstancia no sólo se limita al plato. Ser invitado a una mesa es sinónimo de admisión y consumir la comida de otro constituye un gesto de reconocimiento, de aprobación hacia esa persona o hacia la cultura que nos acoge.
Ángel Olaran, un misionero de los Padres Blancos que reside en Etiopía, me relató cómo un colaborador suyo adquirió con su primer salario unos platos para llevarse a su casa. En su pueblo todos comen de un mismo recipiente en el centro de la mesa. Al verle llegar, la madre, asombrada, le obligó a devolverlos recriminándole: "El que come solo muere solo".
Esta anécdota muestra que tanto la mesa como la cocina condensan el conocimiento y los valores de la sociedad. Sedimentan la trayectoria de los pueblos. Por la importancia que para la salud posee ese acto cotidiano, sería deseable asumir la hora de la comida como un acto de socialización pedagógica, comenzando por los hogares y por los comedores escolares, muchos de ellos más parecidos a comederos de pollos que a espacios de formación.
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