Hasta aquí
Debe de ser mi culpa. Cuando veo a cuatro antiguos ministros de Economía juntos en una imagen correspondiente a un acto en el que estaban juntos, pues bien, junto a eso se me juntan sensaciones vomitivas.
Acababa de leer el artículo que Nicolás Sartorius ha publicado en este periódico -se lo recomiendo: es lúcido y severo, propone soluciones duras pero no imposibles, y socialmente avanzadas-, cuando el curvilíneo aspecto de nuestros ex prebostes económicos me tocó la hiel. Boyer, Solchaga, Solbes y Rato.
Líbrenme los cielos, a mí, que he llenado los muros de mi alcoba con pintadas contra la talla 38, de reprocharles a tan sobresalientes cincuentones su embonpoint, que dicen los franceses. Pero es que con la que sigue cayendo resulta especialmente molesto contemplar la redonda satisfacción con que se aparecen y proponen recetas.
Estoy hasta las narices de las fórmulas de los economistas, de sus vaticinios, de sus decisiones, de sus declaraciones, de sus consultorios de la señorita Pelas, de sus trajes y de sus corbatas.
Y por supuesto, de su embonpoint que, al contrario que en el resto de los seres humanos, no es el producto de una dieta equivocada y alta en grasas saturadas, ni de un exceso de gula, sino el fruto de esas largas sobremesas en las que saborean los buñuelos de viento de su propia voz.
Cuando en el ruedo público se dirime con brutalidad y sin vergüenza la batalla por Caja Madrid, y cuando cantidad de próceres de distinto pelaje han metido la mano en la masa, y cuando la única posibilidad de recuperar algo de empleo, si pasa la crisis, es volver a construir a lo bestia y a vender más coches, ¿de verdad alguien cree que importan los supuestos remedios emanados de esos sabios?
Culpa mía, ya digo. O no.
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