La hora perdida de otoño
Otra vez el cambio de hora, el tiempo de invierno. Es reciente este hábito de adelantar o retrasar el reloj dos veces al año, lo que, en su momento, levantó polémica. Se trata, según dijeron sus inventores, de escatimar energía, plausible intención que poco tiene que ver con la realidad. Desde ayer, 60 minutos danzarán por el limbo ocasionando trastornos de toda índole. Lo de ahorrar luz no se advierte por parte alguna, ya que si no amanece hasta las ocho de la mañana, levantarse una hora antes es hacerlo en la mayor de las oscuridades. Eso sí, podremos tomarnos una cervecita a media tarde, cuando estén cayendo las tinieblas. Menor entidad entiendo que tiene la posible repercusión en el reloj biológico, aunque abundaron los sostenedores de que esa alteración provocaría serios trastornos, especialmente, entre los niños. Yo creo que una de las ventajas de disponer de nuestro cuerpo serrano estriba en que, por regla general, aguanta lo que le echen.
Cabría pensar en que es una sustitución laica de las procesiones que antaño sacaban a los santos a la calle, pidiéndoles, escueta y reiteradamente que lloviera o que dejara de llover, según las necesidades del campo, que es eso que hay a la salida de las autopistas. Las procesiones tenían su atractivo porque, aparte de satisfacer las necesidades de la gente, como cuando "echan" una primitiva o un décimo, la caminata piadosa solía desembocar en festivas romerías, a prado abierto o el casino local, algo que contribuía a la relación entre las personas en la era pre-botellón.
Otro posible antecedente, también desconocido de las generaciones actuales, podría ser la ceremonia del estero y desestero, que duraba hasta cinco días en las oficinas de los tribunales y otras covachuelas administrativas. Días de asueto, no vinculados a conmemoración religiosa o patriótica, eran un respiro para los chupatintas. En principio, supongo que se trataba de sacudir las esteras de esparto con las que salvaguardaban los sabañones de los pies, en el duro invierno madrileño. Hay que imaginar que los despachos de los peces gordos estaban resguardados por espesas alfombras, pero los desgraciados oficinistas, entre cesantía y actividad, tiritaban en horas de atención al público y las fingidas vacaciones suspendían el resuello del Estado.
Nos quitan una hora, que devolverán en primavera, sin grandes justificaciones, ni tampoco perjuicios. Durante los primeros años -hasta hace bien poco- se machacaba la memoria de la población civil insistiendo en el acontecimiento del cambio de hora. Encontré demasiado súbito y desdeñoso el anuncio presente, porque a poco que se descuide uno en atender el telediario del sábado, se le olvida la pequeña llamada en el diario, previniendo la peripecia. Suelo dedicar esa noche, o parte de ella, en idear cuál será el tema de esta tribuna semanal para EL PAÍS y decidí que versara sobre el cambio de hora. Tomé algún apunte recordatorio y el domingo, como hago habitualmente, al levantarme y realizar esos actos subliminales corrientes, en ausencia laboral de la asistenta, bajé a la calle para comprar el periódico y desayunar el café y un cruasán, ambos dispensados en el mismo local.
Me sorprendió la soledad reinante. El anuncio luminoso no estaba prendido y se entreveían las sillas apiladas en el interior. Mi primer pensamiento fue que había sucedido una desgracia y que no abriría por causa mayor. Di una vuelta a la manzana, agradablemente acariciado el rostro por la brisilla matutina y al repasar por la puerta, la simpática encargada asomó la cabeza por un postigo lateral para decirme: "¿Qué hace usted a esta hora tan temprana?". Mi aturdido cerebro había olvidado cualquier otra cosa que no fuera el día domingo en el que vivía. Eran las ocho de la mañana y la apertura no se lleva a cabo, en este quiosco-cafetín, hasta las nueve. Sólo puedo achacarlo a mi mala cabeza, pero también intenté justificarlo con la poca publicidad que se ha dado a un suceso que esperaba y conocía. Tampoco puedo excusarme, porque no es cierto, que me preocupase la ofrenda de carnés a la memoria del doctor Negrín, que no pudo llevar a cabo la previsora estrategia de que la Guerra Civil hubiera durado unos mesecillos más, para enlazar con la previsible Segunda Mundial. Y es que uno no puede estar en todo.
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