El ángel del barrio
Escribo estas líneas rodeada de escombros en mi piso de Madrid. El fontanero ha abierto ya cinco enormes boquetes en techo y paredes buscando la fuga de agua. Mete la cabeza por los agujeros y luego la saca y se la rasca. Esto es un misterio, dice, es lo más raro que he visto en mi vida. Yo trago saliva. Otro que no tiene ni idea de lo que está haciendo. Uno de sus ayudantes evita mirarme, no quiere que lea en sus ojos que piensa lo mismo que yo. Me dan ganas de preguntarle al fontanero jefe dónde ha aprendido el oficio, si tiene alguna preparación que lo autorice a meterse en mi casa y empezar a hablar de lo raro que es todo mientras no arregla nada. ¿No tendrían que tener los fontaneros un carné de fontanero que los avale, y los panaderos, los electricistas, los albañiles...? ¿No tendría que exigírsele al que monta una empresa de fontanería que garantice que tiene la FP o estudios parecidos?, del mismo modo que se le exige al que monta una academia de idiomas o una clínica o una peluquería. Yo, mañana mismo, puedo ponerme un mono blanco, comprarme unos rodillos, unos cubos de pintura y tratar de pintarte tu casa y cuando me encontrase con algún problema decir que qué cosa tan rara. Desde luego, como la experiencia y la habilidad innata no hay nada, todos desearíamos tener algún manitas en nuestra vida, aquel ángel del barrio que podía arreglarte desde el horno hasta el parqué, que se ganaba la vida dejando satisfecha a la gente, pero lamentablemente ese ángel se ha ido al cielo. Ahora hay mucho especializado en la nada, en marearte y sacarte el dinero. Sobre el asunto de la experiencia me viene a la mente la contradicción que siente un amigo mío hacia su cardiólogo que, por un lado, le salvó la vida y, por otro, le dejó de piedra al enterarse por los periódicos de que había sido detenido por ejercer sin titulación. Mi amigo dice que es justo que el cardiólogo vaya a la cárcel, pero que le llevará bocadillos.
A la titulación se la llama 'titulitis', el prestigio de la universidad está por los suelos
La figura de Correa cuadra perfectamente con una sociedad en que gusta el espabilado
En este país a la titulación se la llama titulitis, el prestigio de la universidad está por los suelos y todos hemos estudiado la carrera renegando de los apuntes y de un sistema caduco, pero por poco que garanticen unos estudios universitarios o de cualquier otro tipo, el no hacerlos garantiza aún menos. Desde luego es más cómodo no pasar por ello, emplear esos cinco años en vivir la vida y luego falsear el currículo. Qué más da, como decía Jorge Manrique "si juzgamos sabiamente / daremos lo no venido por pasado". No vamos a perder tan precioso tiempo en hincar codos para luego llenar una línea en la biografía y encima no encontrar trabajo. Roldán, cuánto nos enseñaste con tu falso título y tu vida de fantasma. Nos enseñaste que éste no es sólo el país de la titulitis sino de los pillos, los espontáneos y los delincuentes de guante blanco. De hecho, no salimos de un caso Malaya y nos metemos en un caso Gürtel, con otros más en medio trincando de aquí y de allá en una maraña de avaricia y falta de la más mínima ética que revuelve las tripas. En este país se roba y se despilfarra sin que nadie se despeine, como si fuera lo más normal del mundo, mientras tanto, ¿cuántas son las familias que no llegan a final de mes? La figura de Correa cuadra perfectamente con una sociedad en que gusta mucho el espabilado, el que se mete con el coche en la distancia de seguridad que deja otro y a ser posible en el coche del otro, el que sabe atajar. Correa sabía lo que le gustaba a los señoritos, y los señoritos se creen que tienen derecho a todo. Y con todo ese panorama, ¿nos atreveremos a darles un sermón a nuestros hijos sobre el esfuerzo y el trabajo?
Y pensar que tendría que estar viendo la exposición erótica del Thyssen para poder hablar de algo realmente importante, pero tengo que vigilar al fontanero. Le pregunto si está seguro de lo que está haciendo y vuelve la cabeza hacia mí, dolido. Bajo la mía hacia el teclado intentado escribir, no puedo. Los martillazos, los ladrillos rotos por el suelo. Le grito: "¿Ya?". "Aún no", dice. Me acerco prudentemente sin querer pasarme de lista y ante el destrozo le pregunto si no sería mejor pensar con calma dónde está el origen del problema antes de seguir destruyendo mi hogar. "¿Se cree que a mí me gusta hacer esto?", dice, "tenga en cuenta que estoy haciendo lo imposible por no pedirle que quite todos los libros de esa pared". Ya sabía yo que era mejor callarse.
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