¿Qué secuelas dejará la crisis?
La crisis todavía no ha quedado atrás, pero la lógica de la depresión que caracterizó el invierno pasado ha empezado a invertirse. Se han suavizado las condiciones financieras, y los planes de recuperación empiezan a surtir efecto. Por lo que se refiere al comercio internacional, cuya caída contribuyó a propagar la recesión, tendrá a partir de ahora un papel de correa de transmisión de la reactivación. Por insoportable que pueda parecerles a quienes se han quedado sin trabajo, se diría que podemos mirar al futuro inmediato con confianza.
Ha llegado, pues, el momento de ampliar nuestras miras y de preguntarnos cuáles serán las secuelas de la crisis en los años futuros. Pero aquí la experiencia no nos deja mucho lugar para el optimismo. Numerosos estudios e informes, por ejemplo, el más reciente del FMI, demuestran que las crisis financieras dejan heridas muy profundas: no sólo se produce un fuerte aumento de la deuda pública, no sólo no se recuperan las pérdidas de producción de los años de recesión, sino que además la reducción del nivel de actividad se mantiene durante mucho tiempo. Pasada la conmoción de la crisis, y el repunte subsiguiente, la producción toma en general una trayectoria de crecimiento paralela a la que llevaba con anterioridad, pero, como si dijéramos, un peldaño más abajo. Y en algunos casos, se reduce incluso el ritmo de crecimiento.
Los europeos deben hacer del pesimismo una palanca de acción y realizar las reformas necesarias
Las razones de este desnivel entre las dos trayectorias son múltiples. Por un lado, es el resultado de la marginación permanente de los trabajadores sin empleo -a veces fomentada por las prejubilaciones- y del carácter estructural del alza del paro. Las crisis desbaratan la jerarquía de los sectores, y las reconversiones significan que se alarga el tiempo comprendido entre el empleo perdido y el siguiente, y, por tanto, que aumenta el porcentaje de parados. Así sucede especialmente cuando los sectores que habían alimentado el boom -el financiero y el inmobiliario- tienen que contraerse durante un largo periodo: los trabajadores de estos sectores deben reconvertirse, lo que nunca es fácil, y cuando lo consiguen, su productividad es, por lo general, menor, al menos al principio. La caída se debe también a la quiebra de las empresas y al hecho de que aquellas que sobreviven reducen sus inversiones, disminuyendo así la reserva de capital disponible. En resumen, tras una crisis bancaria grave, se suele observar una caída permanente de varios puntos del PIB.
Este descenso no tiene consecuencias graves en el caso de los países emergentes, con unas economías en crecimiento; por lo general, no suele significar más que unos meses perdidos. Pero para las economías maduras de Europa, puede representar un retroceso de dos o tres años, marcados esencialmente por la caída de las recaudaciones fiscales, los agujeros presupuestarios, una obligada austeridad, los conflictos a la hora de repartir la carga y, para acabar, el riesgo de caer en un círculo vicioso de estancamiento económico. El riesgo que corren estos países es el de hundirse aún más bajo el peso de la carga heredada de la crisis.
Evidentemente, no todos los países están en el mismo caso. Si tenemos en cuenta el tamaño y el estado del sector financiero, el problema es más grave en Reino Unido que en Francia, donde la recesión habrá sido más corta y menos pronunciada. Tiene todas las probabilidades de ser particularmente severo en España, donde las consecuencias de la crisis inmobiliaria van a pesar durante mucho tiempo y donde además el ritmo de crecimiento se va a reducir debido a la disminución de la inmigración.
Pero las actitudes tampoco son las mismas en cada caso. Los europeos no se olvidan de los errores cometidos en el pasado: desde mediados de los años setenta todas las conmociones sufridas por sus economías se reflejaron más o menos en un estancamiento de sus perspectivas de futuro, en general, sin que las políticas económicas lo hubieran anticipado. Esta vez juran que no les volverá a pasar y han empezado a armarse para la inclemencia de los años venideros. Los estadounidenses, que no han pasado nunca por esos mismos traumas, muestran un estado de ánimo distinto. No creen que pueda darse un alza permanente del paro y esperan que la recuperación bursátil lleve a la economía a su anterior trayectoria. Como es lógico, los esfuerzos presupuestarios que están dispuestos a hacer son más limitados.
¿Quién tiene razón? ¿Quién se equivoca? Para los estadounidenses, el peligro reside en subestimar la amplitud de sus problemas; para los europeos, en encerrarse en la profecía. Ninguna de las dos actitudes es productiva. Los primeros deberían aceptar, por una vez, que la experiencia internacional puede servirles a ellos también de escarmiento. Y por lo que se refiere a los segundos, más que motivo de melancolía, deberían hacer de su pesimismo una palanca para la acción. Desde el mercado de trabajo hasta la enseñanza, pasando por la eficacia en el gasto público y la reconstrucción de un sistema financiero capaz de apuntalar el desarrollo económico, no falta donde llevar a cabo las reformas necesarias a fin de levantar el potencial de crecimiento de nuestras economías.
Jean Pisani-Ferry es economista y director de Bruegel, el centro de investigación y debate sobre las políticas económicas europeas. Traducción de Pilar Vázquez.
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