Chantajes a la economía europea
Los bizantinos se entretenían discutiendo acerca del sexo de los ángeles. Los otomanos se los merendaron en un abrir y cerrar de ojos.
Europa lleva 10 años mareando la perdiz en el debate sobre sus reglas, procedimientos e instituciones. Y bastante menos enfrascada en sus ambiciones. Del Tratado de Niza (2000) a la Declaración de Laeken (2001), de la Constitución Europea (2004) al Tratado de Lisboa (2007), casi todo han sido espirales sobre sí misma. Y aún no ha resuelto.
La energía aplicada a los envites institucionales podría haberse dedicado a una mayor armonización fiscal, a construir un mercado energético común, al cambio climático, a la mejora de la competitividad, a la supervisión financiera...
El poder de veto a las reformas de la UE usado por Irlanda la convertirá en Bizancio, salvo si se decide una dura respuesta
Una potencia económica declina si no se dota de poder político eficaz. Así que proliferan los pronósticos según los que, en tres decenios, la UE pasará de representar un quinto de la economía mundial a una vigésimo quinta parte. Los nuevos otomanos, ojalá pacíficos, ya se acercan. Asoman desde Asia.
La apoteosis de la parálisis sobreviene cuando ciertos Estados miembros emplean el chantaje. Ante cada gran ampliación de la Unión se requiere una reforma que la profundice y la reordene. Por unanimidad. Y entonces, esos Gobiernos toman la ampliación, y la propia supervivencia del mercado interior y del euro, como rehenes. No ratifican la reforma en curso, para rebajarla, por reventismo ideológico soberanista: el presidente checo, la derecha británica. O por incapacidad o desidia a la hora de convencer a su ciudadanía en referéndum: Irlanda por dos veces, pero antes Francia, Holanda o Dinamarca. O, aprovechando su resultado negativo, buscan compensaciones en la prórroga.
El chantaje resulta gratis total para su autor, pero la Unión paga una pesada factura en términos de costes de oportunidad, prestigio internacional y credibilidad en los mercados. Y encima, a veces, el chantajista recibe las cariñosas caricias dispensables al hijo pródigo que vuelve a casa. Irritante.
Sobre todo en casos como el de Irlanda, que no ha hecho sino sacar provecho de su integración a la Unión, pasando del vagón de cola a su vanguardia. En 10 años, de 1986 a 1996, recibió una media anual de ayudas estructurales y de cohesión superior al 4% de su PIB, frente a una cuantía cercana al 1% para España. Se le ha permitido una competencia fiscal desleal, con un impuesto de sociedades al 12,5%, frente a una media del 19,4%. Ello, junto a su acceso al euro (el envés anglófono del Reino Unido), le ha permitido atraer a las grandes multinacionales tecnológicas de EE UU. Y pasar, al cabo, de pobre a opulenta. De ostentar una renta per cápita cercana al 60% de la media comunitaria en 1973, cuando su integración, al 149,6% en 2007, sólo por detrás de Luxemburgo. Eso, antes de la crisis y el vértigo de la soledad, que la han devuelto al redil comunitario tras un chantaje objetivo, independientemente de la voluntad de sus líderes.
El exorbitante y desagradecido egoísmo de este y otros casos, debiera al menos provocar una reacción para evitar que se repitan. Mientras no se establezcan unas reglas de salida o de suspensión de la pertenencia a la Unión, muy necesarias, hay mecanismos practicables con las actuales normas. Por ejemplo, que los nuevos tratados se ratifiquen por la consabida unanimidad o, de no lograrse ésta, automáticamente al alcanzarse los 4/5 del número de Estados miembros, a título de la prevista cooperación reforzada. Bastaría para ello una decisión política.
Así, los Estados renuentes carecerían del poder de vetar y de tomar como rehén a la próxima reforma, a los nuevos tratados. No podrían paralizar. Les entraría el pánico a quedar en la cuneta. El Grupo de Reflexión que encabeza Felipe González podría orquestar una respuesta de ese género. Y la próxima presidencia española de la Unión, proponerla como conclusión política para el futuro. Todo, antes que acabar como Bizancio.
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