_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

El escarmiento soviético

Lluís Bassets

Lo esencial es durar. El pensamiento crítico aprovecha los aniversarios para el cuestionamiento. El pensamiento dogmático, en cambio, para afirmarse en la duración. Con frecuencia no son las nostalgias del pasado sino las dudas respecto al futuro las que conducen a celebrarla.

La Unión Soviética cumplió 60 años en 1977. Cuando alcanzó los 70, en 1987, sólo faltaban dos para que el estruendo de la caída del muro berlinés condujera a su liquidación dos años después: no llegó a cumplir los 72, la duración de una vida humana. Nada de esto sucederá con la República Popular China. Llega a este 60 aniversario que hoy celebra mucho más fuerte y lozana que la URSS, el modelo sobre el que se fundó, cuando tenía la misma edad. Las celebraciones que ha preparado el régimen se encargarán de demostrarlo. El régimen de Moscú se hallaba en 1977 en fase de decrepitud creciente, en estagnación económica y dirigido por un enfermo de 71 años que era Leónidas Breznev; mientras que la China actual es el motor del crecimiento económico mundial y está dirigido con mano de hierro por una cúpula comunista, presidida por Hu Jintao, un gris ingeniero de 67 años, con el que se ha conseguido organizar ordenadamente el cuarto relevo generacional en el poder supremo de la República e incluso preparar el quinto para 2012.

La República Popular China aprendió la lección de la URSS; por eso llega fresca a los 60 años

Los dirigentes chinos siempre han estudiado con detenimiento los pasos realizados por quienes fueron sus inspiradores e incluso compañeros dentro del movimiento comunista mundial. Y lo han hecho incluso después de la ruptura de relaciones entre Moscú y Pekín en 1963, en cuyo hueco anidó la genial idea de la apertura americana a China, obra personal del por tantos otros conceptos denostado presidente Nixon. Pero en cada ocasión las lecciones tomadas de la experiencia les ha conducido a optar por el camino contrario al que eligieron los dirigentes de Moscú. Los levantamientos de Budapest en 1956 y la primavera de Praga en 1968 fueron analizados con gran atención en Zhongnanhai, el recinto cerrado donde viven y trabajan los líderes comunistas chinos. De las dudas y torpezas soviéticas ante los levantamientos contra los regímenes comunistas salió el implacable aplastamiento militar de la revuelta estudiantil en la plaza de Tiananmen.

La disgregación de la URSS y su conversión sin orden ni concierto al capitalismo también han sido objeto de profunda reflexión china. No puede entenderse la reacción de la cúpula comunista ante los sucesos del Tíbet o de Xin Jiang sin las lecciones aprendidas en 1991 de las independencias de las repúblicas bálticas y de la implosión soviética que generó un buen puñado de nuevas repúblicas independientes.

Pero no basta con aprender de los errores del otro. La fundación de la República Popular en 1949, nada tiene que ver con la toma del poder por el partido bolchevique. Mientras que estos últimos se habían propuesto implantar un régimen socialista y liquidar las clases sociales por la fuerza, lo que querían los dirigentes chinos era terminar con cien años de divisiones internas y dependencia externa, crear una república e imponer una reforma agraria en un país donde el 87% de la población vivía y dependía del campo. Los primeros eran internacionalistas y en sus orígenes al menos pensaban en exportar la revolución; los chinos en cambio ni ahora ni hace 60 años eran internacionalistas, aunque se acogieran nominalmente al rótulo.

Mao Zedong, el fundador, como todos los progresistas chinos, creía en las ventajas de la modernidad y deseaba que su país se beneficiara de ellas. Como todos los nacionalistas, pensaba que su país salía de un siglo de humillaciones a cargo de las potencias europeas. A estas ideas había que añadir su peculiar comprensión del marxismo soviético y su adhesión dogmática y feroz al estalinismo y a sus propias formas, trasladadas mecánicamente a todos los aspectos de la vida pública, desde la estética y la arquitectura hasta la economía y la estructura del partido. La moda soviética, que compró entera en 1949, era a sus ojos lo más avanzado del momento; como lo era la de Estados Unidos en 1972, cuando recibió a Nixon, abriendo las puertas a la simbiosis económica actual. Los sucesores de Mao, que hoy aplaudirán la exhibición de poderío militar en Tiananmen, son también unos nacionalistas chinos, adictos al progreso, que saben incompatible la unidad y la estabilidad que quieren para su país con la libertad que se les debe a sus ciudadanos y a esos pueblos tan felices, 27 etnias, que dicen vivir en celestial armonía en el imperio de la etnia han que les engulle.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_