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Columna
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Una consulta sobre el gallego

En España la moda de las consultas populares la introdujo el Plan Ibarretxe, recientemente imitado por los independentistas catalanes en Arenys de Munt. El ejemplo inicial venía un poco de Quebec -en Canadá son legales las consultas sobre la independencia que desea una parte considerable de la provincia francófona- y un poco de Italia, país donde un sistema de partidos muy fragmentado e inestable favorece el uso de un mecanismo que puede ayudar a los gobernantes a decidir sobre asuntos sobre los que no se da un claro consenso social. No hay ni que decir que aunque se discute si la organización de consultas es buena para la gobernabilidad, muchos países han legislado los procedimientos para su realización.

El pueblo puede usar la libertad para despedirse de su idioma o para darle una oportunidad

Al PP tales iniciativas le han parecido siempre despropósitos, cosas de gente alucinada, y de inmediato ha batido los tambores por la defensa de España, amenazada por los nuevos sarracenos. Cuando lo han dicho por lo fino han argumentado que tales consultas carecían de valor vinculante -lo que es evidente- y cuándo se han puesto el mundo por montera, como suele hacerlo Esperanza Aguirre, han dicho que tales referéndums "me levantan el estómago y me recuerdan a los países totalitarios", lo que es de suponer que es una perífrasis para no citar a Franco, otro "coruñés de pro" en la aseada expresión de Carlos Negreira.

Los referéndums de los demás, supongo. Porque en Galicia la consulta popular la adaptó al territorio su correligionario, el señor Núñez Feijóo, limitándola al terreno escolar y al uso del idioma gallego. Lo hizo, es cierto, de modo atropellado, confuso y ventajista. De hecho, hoy por hoy nadie conoce los datos en detalle, salvo las autoridades, que se los reservan para usarlos a su libre albedrío. Tal vez la oposición debiera reclamarlos para hacer su propia lectura. Diversas fuentes aseguran que el decreto no fue cuestionado por los padres de los centros públicos pero sí, de modo muy sesgado, por los de los colegios concertados, generalmente gestionados por la iglesia. Si así fuera, estaríamos ante una significativa fractura social, puesta en evidencia por una consulta cuyo valor, dadas las poco fiables condiciones en que fue realizada, hay que poner entre paréntesis.

En todo caso, el signo que pretendía lanzar el PP de Núñez Feijóo era clarísimo: hemos ganado las elecciones a lomos de la defensa del castellano, acogotado al parecer por las hordas infieles que no se contentan con hablar gallego en la intimidad. Hagamos, pues, del gallego una cosa optativa -pues es grande nuestra condescendencia con los pobres y atribulados que ignoran el esplendor de la Única Lengua Buena Y Verdadera- procurando que el castellano sea el idioma por defecto, no sólo en la vida social, dónde ya lo es, sino también en la administración, que hacía hasta ahora el papel de agente equilibrador. Hagamos, en definitiva, una ley a la medida de nuestra ideología y nuestro círculo social.

De hecho, se habla de la posibilidad de que el PP derogue la Lei de Normalización Lingüística, aprobada por consenso, para reelaborarla en ese espíritu de arrinconamiento del gallego. Es una posibilidad que está sobre la mesa y que significa la subversión de todo el marco legal. Lo que el PP pretende es reinterpretar la doctrina que el TC ha elaborado durante las últimas décadas, a la luz de la Constitución y los Estatutos de Autonomía, en el sentido de proteger a los idiomas españoles distintos del castellano. El objetivo es reintroducir la desigualdad entre el castellano y catalán, euskera y gallego. Es una operación de largo alcance y destinada al fracaso, salvo, tal vez, entre nosotros.

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Con estos datos sobre la mesa sería bueno que el Parlamento gallego organizase una consulta popular seria, con debates públicos previos, y todas las garantías procesales, acerca de la cuestión lingüística. Fuese la voluntad popular la que fuese sabríamos a qué atenernos. No es tiempo de andar con florituras ni intenciones veladas. En todos estos años, lo que ha primado acerca del asunto ha sido una gran hipocresía -creo que en esto todos podemos estar de acuerdo- que ha permitido muchas interpretaciones descabelladas y algunos alardes de falsa conciencia. Lo bueno que tiene la actual actitud del gobierno gallego es que todo el mundo la entiende: en lo que dice y en lo que deja entrever.

No hay que dejar de pasar la oportunidad de confiar en la democracia. El pueblo gallego puede usar la libertad para despedirse de su idioma o puede usarla para darle una nueva oportunidad y convertirlo en la lengua posible de una modernización manufacturada a la medida del país. Si hemos de producir un cadáver tal vez será piadoso acelerar su tránsito, pero si hemos de extremar las medidas para que no se produzca el deceso, no cabe duda de que sería bueno que urjamos a hacerlo.

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