Las anchoas de Proust

Una bodega mucho más que centenaria acoge los nuevos vinos con la naturalidad del que está acostumbrado a los bruscos cambios en los gustos y costumbres de las gentes.

Las grandes barricas que decoran la sala principal nos muestran un trazo del mundo del ayer, el espacio donde las conversaciones fluían acompañadas de los vinos ásperos o dulces de las antiguas denominaciones de origen -que en poco coinciden con las que ahora se estilan- o del vermú con sifón y la zarzaparrilla, ambos productos de cercana procedencia y fabricación.

Aunque en el interior, una gran sala de catas, adecuada a los nuevos tiempos y tecnologías, provista de radiante luz que permite adivinar las virtudes y defectos de aquello que probamos y comprobamos, nos devuelve por completo a la realidad.

Alrededor de esos centrales personajes un restaurante que intenta y consigue desde hace tiempo superar las limitaciones de la cocina de tapas y aperitivos, con algunos clásicos en su carta como la carne del solomillos troceada y acompañada de ajos tiernos o los calamares y algunos pescados.

Mas todo ello sin olvidar los orígenes, que nos llevan a los indestructibles aunque poco menos que desaparecidos platillos de habas cocidas con toda suerte de hierbas aromáticas, a los de clotxinas cuando es la temporada propicia, a los de patatas, traídas expresamente de las tierras de Aragón para que combinen con las fuertes salsas que las hacen bravas, y por encima de todos a aquel que forma la anchoa, preparada ante nuestros ojos con un mínimo aliño de aceite puro de oliva, y que nos lleva a recordar a Proust y a nuestra infancia, de la misma suerte que al escritor se la rememoraba la famosa magdalena cuando buscaba un tiempo perdido.