Historias de mujeres
Será que nadie se muere tan joven o que nadie se mata tan joven. O será que morirse joven impregna el recuerdo de una capa luminosa, de acontecimiento a medias. El caso es que al mirar las imágenes de la fotógrafa norteamericana Francesca Woodman se instala sobre los ojos una sensación sorprendente: estar entrando a un sitio infranqueable.
Lo es. Debe serlo porque esas fotos -tan fragmentarias, frágiles- resumen la vulnerabilidad de los pocos años, apenas veintitrés cuando decide suicidarse, y la delicadeza de quien anda buscando algo que no va a encontrar nunca. Debe intuirlo. La propia imagen se escurre y se escinde.
Woodman intenta atraparse. Lo ensaya obstinada. Se metamorfosea con la casa y el jardín, rincones de lo cotidiano que habita, protagonista fantasmal desde los trece años en los cuartos desvencijados que la hacen más delicada aún entre plásticos arrugados, papeles rotos, cristales, desconchones. A veces, camuflada en un aparador, tiene un poco de la surrealizante Claude Cahun y otras se parece a los rituales antiguos de Ana Mendieta. A menudo recuerda a Duane Michals en sus entornos escuetos y hasta en la costumbre de escribir en los márgenes de la foto -lo hace notar Townsend en el libro de referencia sobre la artista publicado por Phaidon-. Y tiene siempre todo de sí misma, de la esencia quebradiza que me persigue incluso ahora, mientras repaso las imágenes en el volumen de Phaidon. Me pregunto, incrédula, si la emoción contenida que va surgiendo ante las fotos tendrá que ver con los personajes de culto. Desde luego, Woodman es un personaje de culto que intriga e inquieta por igual. Inquieta ya incluso aquí, donde las exposiciones de 1999-2000 en la Tecla Sala de Barcelona y el Conde Duque de Madrid pasaron casi inadvertidas, y donde la reciente muestra del Espacio AV de Murcia clausurada en mayo no tuvo la discusión que merecía.
Pero no quisiera hablar de las cosas que los cuerpos de las mujeres establecen como únicos lugares para la reflexión. Los cuerpos de las mujeres ocupan sin tregua las conversaciones, ahí, tan a mano; usados por nosotras que tenemos más bien poco tradicionalmente, casi sólo el cuerpo a disposición. Y recurrimos al cuerpo. Es nuestro camuflaje como es la máscara de Woodman su cuerpo del delito, suicida. ¿Y luego? ¿Por qué las mujeres tenemos sólo cuerpo e historias particulares? ¿Por qué no preguntarse, ante las fotos de Woodman -muchas de ellas positivadas tras su muerte- si ella hubiera querido mostrarlas así, pulcras, fetiche?
En 1978, en vida, en su vida, presentaba el material como una instalación, fotos grandes, ocupando la pared. Después, en 1981, serían diminutas y escritas en el margen en el libro de artista Algunas geometrías interiores desordenadas, su única obra publicada poco antes de matarse. Así que, tal vez, Woodman no es la fotógrafa coleccionable en la cual la hemos convertido, sino una artista conceptual que trabaja sobre la secuencia -que es tanto como decir sobre la performance- y que al igual que tantas mujeres ha sufrido el malentendido del cuerpo -mil veces maldita fisicidad-. Por eso Woodman nos enfrenta, sobre todo, con las contradicciones que surgen a la hora de hablar de la propia autobiografía: el texto, visual también, imposible de ser escrito.
Ahora se pueden ver las fotos de Woodman en Madrid, en La Fábrica, y aunque es posible que la forma en que suelen exponerse no sea la que hubiera querido la artista, gusta mirarlas. De cualquier modo, la auténtica sorpresa está en la sala de abajo. Unas secuencias fílmicas, que pudieron verse en Murcia, desvelan el proceso, una esencia de performance que desplaza la discusión del cuerpo al transcurso. A lo mejor toda foto, por el hecho mismo de representar una porción de lo que fue, tiene esencia de performance.
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