Zaplana lo hacía mejor
Es posible que Zapatero lo esté haciendo fatal, pero de momento no lo han pillado con trajes y zapatos pagados por un mafiosillo ni ha tenido que declarar por estar imputado en nada, a la espera de que se descubra finalmente que montó en su casa las mochilas de la matanza del 11-M a fin de hacerle el trabajo sucio a ETA. Porque lo peor de la gestión de Francisco Camps no es que se rodee de chorizos como El Bigotes, no. Lo peor es que desde su toma de posesión este país no ha hecho más que avanzar como los cangrejos, que consiste en dar un paso hacia delante y dos hacia atrás, reclamando trasvases improbables como quien espera culminar su autobendición con agua del Ebro.
Zaplana era otra cosa, más valenciana, pese a ser de Cartagena. Se ve que utilizó el observatorio -tanto que todavía perduran por allí sus maneras- de Benidorm para calarnos. Para empezar, hizo escribirse un libro laudatorio por Rafa Marí, y a continuación cenó con Ferran Torrent y Alfons Cervera, lo que le sirvió de pasaporte hacia el ministerio de Trabajo y la portavocía del Gobierno. Nada que ver con un Francisco Camps que es tan ignorante en cultura como Ricardo Bellveser, por ejemplo, aunque mejor vestido y amañado. En ese terreno, ese desaprensivo consiguió que los artistas izquierdosillos firmaran con el Consorcio de Museos giras incomprensibles hasta los más cutres espacios de Nueva York, incluso se trajeron de paseo a Irene Papas, la gran trágica, para dar la cara por un proyecto escénico que jamás existió en serio pero que nos vino a costar un ojo de la cara, mientras que el otro ojo lo puso la profesión teatral valenciana convertida de pronto en una peña de figurantes. Incluso el gran Lluís Pasqual estuvo a punto de picar el anzuelo, pero prefirió abstenerse.
Estas referencias vienen a cuento de la notable propensión de Zaplana al grand guignol, y el misterio es que tuviera tanto éxito en una ciudad que conoce de sobra la amplitud cutre de esa clase de montajes a partir de la ordalía de las Fallas. Porque Zaplana nunca dejó de ser ese muñeco fallero de proporciones medias que en ocasiones remata la falla de una categoría mediocre. Esos son los atributos, imprescindibles para triunfar en esta tierra como trampolín para empresas mayores, de los que carece un Francisco Camps a veces gritón pero siempre apocado y figurín, que ni siquiera ha visitado todavía el hotel Crillon de París para saludar a Julio Iglesias. El resumen es que con Camps de presidente no vamos a ninguna parte, por más trabillas italianas que oculte en sus pantalones, porque es que ni siquiera tiene la desvergüenza de un Berlusconi cualquiera. Y eso, por aquí, se paga.
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