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Tribuna:TRIBUNA
Tribuna
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La dejación de la sociedad civil

Tradicionalmente las iniciativas colectivas impulsadas por la denominada sociedad civil que no tenían un fin exclusivamente crematístico revestían figuras jurídicas no mercantiles: clubes deportivos, instituciones culturales o sanitarias, ateneos e incluso entidades financieras como las cajas de ahorro se constituían como fundaciones, asociaciones u otras de similar cariz. A diferencia de lo que ocurre en las empresas configuradas como sociedades anónimas, su característica común es no tener claramente definido quiénes, de los involucrados en ellas, tienen el derecho exclusivo a apropiarse del excedente que generen y por ello a las riendas de su gestión. En las empresas donde el afán de lucro predomina son los aportantes del capital quienes asumen tan relevante papel, si bien, como ya señaló Adam Smith en su día, cuando la dimensión comporta un gran fraccionamiento del total puesto en juego, surgen problemas cuya correcta solución aún hoy dista de ser perfecta.

En las iniciativas sociales, nadie ejerce la necesaria función supervisora de los gestores

Pero es que también tradicionalmente las citadas iniciativas colectivas, a pesar de tener gran relevancia en la sociedad, no solían manejar grandes cantidades de recursos e incluso muchas de ellas pasaban estrecheces presupuestarias que se cubrían con aportaciones a fondo perdido de los promotores o de quienes compartían el ideario que había detrás de la iniciativa. En sus órganos colegiados de gobierno se sentaban altruistas y prestigiosos miembros de la sociedad civil a sabiendas de que el cargo les reportaría en todo caso satisfacciones morales, pero raramente materiales. Sus integrantes, y sobre todo sus presidentes, tenían su modus vivendi fuera de la entidad, por lo que su función en ella no era ejecutiva y se limitaba a supervisar a los profesionales que llevaban el día a día de la gestión.

Hoy algunas de ellas han alcanzado dimensiones considerables y por sus arcas transitan abundantes caudales cuya administración requiere competentes y dedicados expertos. En algunos casos sus presidentes han asumido de facto, cuando no de iure, funciones ejecutivas, acumulando información y poder en sus manos, concentrando su actividad y la fuente de la mayoría de sus ingresos en la entidad cuya cúpula ocupan. Lo que inevitablemente relega a un papel pasivo a los otros integrantes, a menudo amigos o simplemente correligionarios, del máximo órgano colegiado. Nadie, finalmente, ejerce la necesaria función supervisora de los gestores. Ausencia que no pueden cubrir los auditores externos, que se limitan a comprobar la veracidad de las cuentas, pero no la adecuación de las decisiones del presidente y a la vez gestor al espíritu altruista que inspiró el nacimiento de la entidad. Convendría un código de buen gobierno, pero no un mero maquillaje, sino un auténtico compromiso de todos quienes aceptan alguna responsabilidad en ellas. Si no, mejor convertirlas en sociedades anónimas, porque así se evitaría que el afán de lucro se revistiera de piel de cordero y a la vez permitiría que el ojo del amo engordara al caballo.

Antoni Serra Ramoneda es profesor emérito de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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