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Columna
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La televisión

La televisión tiene la meta de seducir a su público. ¿Y cómo logra ese objetivo? Pues, por ejemplo, emitiendo programas de bajo perfil con un común denominador. ¿Qué significa eso? Desde luego, un recurso habitual es el de presentar la cara amable del mundo, alisando lo rugoso. No siempre es así: el espectáculo conduce al extremo, ya lo sabemos. En efecto, la lucha de audiencias no lleva necesariamente a lo ligero, sino a lo vulgar, a lo obsceno. Pero, atención, la exhibición de lo monstruoso nos devuelve a la realidad: a los hechos masivos, convencionales, corrientes, emotivos. A la vida precisamente monstruosa, vaya.

La televisión, decía Franco Ferrarotti en uno de sus libros, aplasta a sus espectadores contra el presente. Los aplasta y los aplana. "Estamos en la paradójica situación de ser al mismo tiempo capaces de informarnos de lo que sucede, literalmente, en todo el mundo, y encontrarnos, en nuestra realidad cotidiana existencial, huérfanos, hijos de nadie", añadía Ferrarotti.

Sin duda, ese juicio del sociólogo italiano era expeditivo, ciertamente apocalíptico. Hay una televisión de calidad, exigente, que hace pensar o que, al menos, no adocena. Pero hay también unas emisiones multitudinarias que buscan el estrépito, la lágrima fácil, el grito, la exhibición ostentosa ante un público entregado, diseminado.

El público diseminado, justamente: qué gran invento moderno. Cada uno en su morada compartiendo con miles o con millones de personas las mismas emociones o sugestiones gracias a los mass media. Lo supo ver Gabriel Tarde hace un siglo en un libro aún imprescindible: La opinión y la multitud. Esos individuos que se informan con el mismo medio "no se codean, no se ven, ni se entienden: están sentados cada uno en su casa leyendo el mismo periódico y dispersos en un vasto territorio". O, ahora, contemplando la misma cadena de televisión.

Ese público -cada uno de nosotros- rinde culto a la actualidad, al suceso, al acontecimiento más o menos real, a la actualidad monstruosa. Somos, decía Gabriel Tarde, "una especie de clientela comercial": individuos deseosos de novedades, necesitados de hechos llamativos. En esos melodramas vulgares hay héroes y malvados; hay madres abnegadas que cuidan de su prole; hay padres que se desentienden irresponsablemente; hay muchachitas con honra que guardar. Etcétera. Como en los folletines del Ochocientos, también la televisión nos informa y nos deforma.

Digo todo esto y admito mi culpa: yo también he sido víctima del belenismo. Cuando uno regresa a casa tras la jornada laboral, cuando las fuerzas flaquean, cuando se debilitan nuestras defensas, cuando la fatiga nos asfixia, corremos el riesgo de abandonarnos. Durante algunas horas dejé de preocuparme por Camps o por Kant. Me interesé obscenamente por Belén Esteban: por su suerte. Mientras tanto, algunas cadenas de televisión hacían caja. Durante una hora o más, yo me entregaba a ese entretenimiento: precisamente compartiendo con miles o con millones de personas las mismas emociones o sugestiones. No conseguí averiguar qué es lo que estaba ocurriendo, pero durante ese tiempo viví en un folletín del Ochocientos: como "un huérfano, hijo de nadie", que decía Ferrarotti. No me pregunten quién era el héroe, quién el villano, quién la madre abnegada, quién el padre irresponsable y quién la muchachita indefensa.

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No sé si sentir pena ajena o vergüenza propia. Ustedes perdonen.

http://justoserna.wordpress.com

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