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Columna
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Benidorm

En esta ocasión -y diremos que insólita y afortunadamente- los concejales socialistas de Benidorm no se han arredrado ante su propio partido y han presentado la moción de censura contra el equipo gobernante del PP, siendo consecuentes con las circunstancias singulares que concurrían. Para ello han tenido que liberarse -esperemos que transitoriamente- de la disciplina del PSPV, pero alentados por el clamor mayoritario del mismo y del parecer de buena parte del vecindario, fatigado ya de la inoperancia en que se había sumido la ingobernada corporación. Quizá haya sido éste el motivo principal, pero no el único, como es sabido, pues cada vez que sale a colación este ayuntamiento en el ámbito valenciano resulta inevitable evocar la más vergonzante y espectacular felonía política protagonizada al alimón en 1991 por la venal Maruja Sánchez y el políticamente voraz Eduardo Zaplana, quien con ese voto comprado a precio de oro y a costa del erario que todavía lo financia impulsó decisivamente su carrera, sin que a una ni a otro se le hayan exigido cuentas por tal baldón. La oportunidad pues propiciaba enmendar en lo posible aquel yerro, volver las tornas y restaurar tal traición, nunca prescrita.

Por otra parte, intuimos que esta victoria inesperada y en una plaza tan sonada, ha de contribuir a la catarsis del estamento socialista, necesitado de un vigoroso estímulo, un chute de confianza en vena que le reconcilie con sus propias posibilidades, si la tiene. Ya era hora de plantarle cara a esta derecha sin esperar a que el líder del PSPV, Jorge Alarte, concluya la reorganización territorial y orgánica del partido en la que anda entretenido, además de aplicarse al fomento de la respetabilidad social rindiéndole pública pleitesía a las jerarquías eclesiásticas. Acaso se trate de un proceso y unos modos adecuados para allanar la lejana victoria electoral que ha de propiciar tanta bondad y paciencia, pero de todo punto incompatible con el aprovechamiento de una opción tan pintiparada como esta de la capital turística valenciana, que glosamos, y que habría de ser muy ceporros para desdeñarla.

Entendemos, claro está, que las altas instancias del partido y también militantes de a pie tengan escrúpulos por aquello del pacto antitransfuguismo mediante el que se pretende combatir esa lacra política. Pero resulta que tal pacto no ha funcionado, a la vista de cómo se ha transgredido cuando ha convenido. Además, dicho acuerdo u otros similares tendrían sentido en un marco de comportamientos partidarios mínimamente correctos y respetuosos, lo que no es el caso valenciano, donde el PP ha fomentado, sin el menor pudor, prácticas de democracia bananera cuyos rasgos más expresivos son la opacidad de la gestión pública, la degeneración de las Cortes, convertidas en patio de monipodio del PP, y las variopintas corruptelas que tienen empapelada a la crema de nuestros gobernantes autonómicos. ¿Cómo soslayar el envite para sacudir y airear un ayuntamiento de postín como el de la mentada capital turística y meterle un rejón a esta hegemónica derecha avezada a tratar a la oposición como rabiza por rastrojos?

El cambio, concluimos, está justificado. Ahora habrá que legitimarlo políticamente proyectando luz y eficiencia como antídoto idóneo contra las asechanzas de todo género -urbanísticas, pero no sólo- que tan a menudo se convierten en las almorranas de la vida municipal.

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