Un niño llamado Busquets
Lo reconozco, las siguientes líneas son subjetivas, total y absolutamente subjetivas, y tal vez sea lo que esperan los lectores; tal vez esto coincida con las expectativas del responsable de Deportes de EL PAÍS, pero a mí, en mis tiempos de jugador, me parecía que era un deber que lo que se escribía en un medio de comunicación fuera neutral, exacto, libre de emociones que lo desequilibrasen. Y aquí me hallo, años más tarde, admitiendo a los que leen mi artículo que éste es la más absoluta de las subjetividades. Y, tras haberme flagelado un rato en las primeras líneas, vayamos a la esencia del artículo. Tal vez usted, lector, sea de los que se pusieron ante el televisor el pasado sábado para saber si aquella España futbolística que enamoraba se había contagiado de la crisis económica o si la gripe A había descompuesto el mágico equilibrio que mostraba hace unos meses la selección, justo antes de pasar por Suráfrica y verse afectada por el virus del final de la competición. De ser así, o bien es de los que cambiaron de canal tras el cuarto gol, con la tranquilidad de saber que todo había vuelto a su sitio, o bien aguantó hasta el final para disfrutar del fútbol a borbotones que España nos brindó en A Coruña, fútbol que habría que recetar como terapia a tanto especulador futbolístico que campa por esos terrenos de juego.
La selección nos ofrece un espacio para que todos nos sintamos grandes, tanto los que son seguidores de los equipos multimillonarios como, y esto es lo más grande, los de aquéllos que saben de las apreturas de la economía y se preparan -nos preparamos- para disfrutar sufriendo lo que la temporada nos depare. Y es que hay aficionados que están acostumbrados a que su equipo gane por cinco goles, están habituados a los grandes goles, se sientan cada dos semanas en su localidad con la tranquilidad de que su equipo va a dominar, va a crear tantas y tantas oportunidades que seguro que, al final, el resultado les va a ser favorable. Pero estamos otros muchos que para ver una diferencia de dos goles tenemos que pasar toda la temporada (o varias temporadas). La selección socializa el disfrute y el gozo, asunto que en los tiempos que corren debería estar subvencionado.
Y en medio de tanta abundancia habrán visto en letras de molde a Villa y Silva, a Piqué y Xabi Alonso. Y es aquí donde yo me quedo con un chico que es el último llegado, tan el último que le dejaron el número 13, el que nadie suele querer, el que se queda para el último que elige, el más novato, un tal Sergio Busquets. Y me quedo con él porque para que las estrellas luzcan en todo su esplendor hacen falta jugadores que den equilibrio al equipo, ésos que saben que les va a tocar hacer esa falta táctica que puede llevar consigo la tarjeta y que hay que saber jugar con esa amenaza los minutos que quedan, ésos que juegan a uno o dos toques siempre fácil, siempre ofreciéndose, siempre con ese toque que abre el panorama, el pase, el espacio. Son ésos que pelean el balón por alto sabiendo que el rival busca una sola jugada, un solo desvío, y por tanto cada balón aéreo es el fundamental. Son ésos a los que la pasión les lleva a toda velocidad al tumulto festivo de la celebración de un gol, pero el respeto les hace ser los últimos en abrazarse. Y con Sergio me quedo también con Senna o con Albelda. No es una cuestión de apellido, aunque les desvelo que tengo cierta propensión por ese niño que jugaba con mi hijo Markel en los entrenamientos de los sábados de aquel dream team que, como decía Guillermo Amor, se convertía, en la última sesión de la semana, en la guardería Barça.
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