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Reportaje:

"Terror rural" en la aldea de cine

Gallegos y holandeses se enfrentan en el pueblo de 'Sempre Xonxa'

En el plan de rehabilitación de Santoalla, la aldea en la que Chano Piñeiro rodó Sempre Xonxa, además de establecimientos de turismo rural y otras dependencias, figuraba un inmueble que se iba a convertir en la casa del cine. Allí, guionistas y directores podrían albergarse largas temporadas para inventar sus películas. Hace dos años, al alcalde socialista de Petín, Miguel Bautista, todo esto le parecía fácil. Quintana le había prometido que "mandaría por allí a los técnicos", que se montaría una escuela taller, que participaría la Consellería de Cultura. Y él se las prometió muy felices. Pero el tiempo fue pasando, la crisis entró como un elefante en una cacharrería y, además, los propietarios de las casas abandonadas de Santoalla se pusieron en guardia. "A mí no me cogen lo mío", dice el alcalde que dicen los herederos ausentes de las ruinas.

Llegaron las eólicas y "les calentaron la cabeza a todos", cuenta el alcalde

En total serán 60 casas y palleiras, de unas 40 familias que ya no viven allí, que en algunos casos han repartido la herencia estando en Argentina, o en Cuba, y hace mucho que no atienden sus propiedades. La casa, en realidad, es la excusa. Muchas de estas viviendas de pizarra que ambientaron el primer largometraje gallego se han venido abajo o están a punto de hacerlo. Cada invierno, en noches de tormenta, se desmorona alguna.

"A los propietarios, lo que les interesa en el fondo es el monte comunal", explica el regidor. "Son 500.000 hectáreas. Cuando se ponen a vender madera, en pesetas pueden sacar 10 o 12 millones". Para colmo de males, llegaron las empresas eólicas, buscando posibles ubicaciones para luego presentar sus proyectos a la Xunta, y "les calentaron la cabeza a todos". Los comuneros se hicieron ilusiones. Creían que iban a cobrar por 25 aerogeneradores, a razón de 6.000 euros por molino.

Al final, todo quedó en agua de borrajas. Lo del negocio del viento y lo de la recuperación de la aldea. Ahora, el alcalde quiere replantear el plan Aldea Galega, la memoria que le entregó al ex vicepresidente de la Xunta, para presentárselo a Feijóo, pero sospecha lo que le va a decir: "Que no hay un puto duro". La Aldea Galega iba a costar 1,58 millones de euros. Además, el ambiente, en Santoalla do Monte, está cada vez más enrarecido. Tanto, que cualquier huésped de la casa del cine encontraría en ella la inspiración para un thriller enxebre.

Azuzadas por el valor del monte comunal, las dos únicas familias que habitan el pueblo están en guerra (cada vez más cruda) desde hace más de 11 años. A la entrada de Santoalla viven desde siempre "os do Gafas", un matrimonio de jubilados con un hijo discapacitado psíquico y otros dos que van y vienen. En la otra punta, desde 1997, Martin Verfondern y Margo Pool, una pareja holandesa que eligió este lugar montañoso y remoto "porque en ningún otro sitio del mundo hay un agua tan pura".

Las dos familias han perdido la cuenta de las veces que han ido a declarar al juzgado por agresiones. La Guardia Civil, según el holandés, "ya ni sube". "A ése voulle andar no corpo", advierte O Gafas, es decir, Manuel Rodríguez, cuando se le pregunta por el vecino. Manuel considera que el extranjero no tiene derecho a participar en el monte mancomunado, y aunque el juez de primera instancia respaldó a los Verfondern, os do Gafas recurrieron y el asunto está ahora en el juzgado.

"Confío en que la sangre no llegue al río", comenta el alcalde. De momento, el holandés, que define la situación como "terrorismo rural", asegura que le atacaron tres veces, "con palos, hoces y el mango del hacha". Dice, además, que Carlos Rodríguez, "el hijo que tiene el cerebro de un niño de 10 años, cuando se pone nervioso grita 'voy a coger el rifle". En el último enfrentamiento, Verfondern acabó con un dedo roto, pero en el anterior Manuel se ganó una baja de 35 días.

Tras los últimos robos (una bombona de butano y 25 litros de gasoil) los Verfondern han rodeado su casa de cámaras. Llevan en la mano otra, en posición stand by, cada vez que se aventuran por la aldea en ruinas. Dicen que alguien intenta estragarles el trabajo, que una mano invisible suelta sus conejos y mete la mula en el cercado de maíz y patatas. En una noche, el animal destroza lo equivalente a "tres meses de comida", pero si todo esto no está grabado, el juez no hace caso. "Éste es también mi pueblo", afirma Verfondern, "y yo que soy de Amnistía Internacional no me voy a marchar por un mini Sadam".

Al principio, todo eran facilidades. "Los acogimos como si fuesen de la familia", recuerda Jovita González, la mujer de O Gafas. Manuel hizo de intermediario para que los extranjeros comprasen su casa. "Cobró, por sus servicios, 200.000 pesetas", afirma el holandés, "y al principio, Jovita era encantadora. Seguramente creían que éramos turistas y no íbamos a durar mucho aquí". Pero los forasteros acondicionaron su casa, mal que bien, y se quedaron. Compraron ganado, instalaron panales, cultivaron la tierra, y ya "cada vez menos" vuelven a su país para enrolarse en trabajos temporales. Ahora, han entrado en una red de agricultura ecológica. Gente que se dedica a cualquier cosa en cualquier lugar del planeta contacta con ellos por Internet y viene, por dos semanas, para aprender las tareas del campo. Estuvieron, por ejemplo, "una librera inglesa que quería saberlo todo sobre las cabras" y "una chica de EE UU interesada en presenciar una matanza del cerdo". "Este año tuve 30 o 40 voluntarios", cuenta Verfondern, "y algunos, al final, se quedaron tres meses y medio". El alcalde cree que este fluir de "gente medio salvaje" ha empeorado las relaciones vecinales.

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