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EL PARAÍSO

Lady Deborah Moody

"Se puede hablar de la luz con las palabras" (François Truffaut)

Dice Federico García Lorca: "y dejaba por los rincones pequeñas calaveras de paloma / y levantaba las furias de los banquetes de los siglos últimos / y llamaba al demonio del pan por las colinas del cielo barrido / y filtraba un ansia de luz en las circulaciones subterráneas." Es de su poema Anochecer en Coney Island. Su tributo a un parque de atracciones que comenzó como un refugio, que luego fue una granja flotante, un espacio onírico, el escenario de películas míticas y el cielo.

Un lugar que amo, extraño, invento, sueño, escribo, reescribo, deseo y reconstruyo diciendo que:

A veces las cosas son hermosas, simplemente, porque están fuera de su contexto habitual. Y esto es algo que sucede en el espacio pero también en el tiempo.

Éste es el único modo en que puede comenzar este texto.

Éste es el oscuro inicio donde se plantan las cosas.

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Porque hay lugares tan anclados en la memoria de las ciudades y sus multitudes, que tenemos la sensación de haber estado en ellos a pesar de que sean anteriores a todos nosotros. Lugares construidos por hombres y por mujeres que hoy están muertos pero que fueron capaces de legarnos sus sueños más profundos, los más sinceros, los más íntimos.

Mujeres y hombres que nos dejaron, en herencia, su infancia.

Que fueron eternos.

Que fueron los hombres y las mujeres que después hemos convertido en elefantes que esconden hoteles, montañas de madera roja del periodo de entreguerras, cápsulas aeronáuticas para volar encima de la playa, mujeres barbudas, hombres con el cuerpo ilustrado y fotografías nuestras encerradas en uno de esos artilugios que sacudimos cuando queremos ver nevar.

Hombres y mujeres que, a pesar del espacio y a pesar del tiempo, hoy siguen siendo hombres y mujeres que delinean meticulosamente y en riguroso silencio la estrecha línea que mantiene encerrado, en nuestras manos, el paraíso.

Y ni en la playa ni en ningún otro sitio: el paraíso nunca es un lugar perfecto y no siempre está limpio. No fue construido encima de los pilares que suponemos que son la bondad, la justicia o la belleza. Y ahí es, exactamente, donde radica nuestra atracción insalvable, rendida: el paraíso es un lugar que nos parece real porque lo podríamos haber construido nosotros. Un espacio infinito que nos sigue perteneciendo y en el que todo es posible.

Un Momento Eterno En El Que Abrimos La Luz Para Que El Mundo Comience Finalmente Así:

Coney Island es la única comunidad americana fundada por una mujer. Eso sucedió en el año de 1640 y en la tierra que entonces era New Netherland, hoy Nueva York.

Tiempo antes, en 1586, había nacido en Londres Deborah Munch, quien tiempo después se casaría con Henry Moody y adquiriría el título de Lady Deborah Moody. Aunque luego, a los 43 años, se quedó viuda.

Era 1629 y faltaban todavía 10 años para huir.

Porque Lady Moody abandonó finalmente Inglaterra en barco en 1639. Y lo hizo porque era anabaptista y estaba en contra del bautizo infantil. Vivía convencida de que los niños no pueden comprometerse racionalmente con la fe. Que hay que esperar a que crezcan. Confiar en el tiempo.

Y ésa era una convicción Profunda Inamovible Cemento.

Tenía 53 años y se enfrentó, fue perseguida, viajó con cinco amigas hasta Saugus, Massachusetts, y cuatro años después, cuando fue amonestada por el líder puritano de Saugus, se hartó de todo, fundó una ciudad nueva en una colonia holandesa y convirtió su mundo en un paraíso de la libertad religiosa inusual en aquellos tiempos.

Y de este modo Lady Deborah Moody adquirió el sobrenombre definitivo de Dangerous Woman: Mujer Peligrosa.

Por valiente.

Por osada.

Por necia.

Por libre.

Por eso cuando llegó al sur de Long Island y fundó un pueblo al que le puso el nombre de Gravesend y poco tiempo después los indios atacaron Gravesend y tuvo que huir con sus seguidoras, Lady Moody supo que iba a regresar.

Que había ganado la libertad cortando uno a uno los cuadraditos de su carne y que no iba a convertirlos en piedras inútiles que sólo delimitan el margen del camino.

Y regresó.

No a luchar sino a contarle cuentos al Jefe Indio Mattinoh hasta agotarlo. No quería pelear, sino cansarlo. Porque había entendido que solas, ella y sus seguidoras, no podrían ganar un enfrentamiento y optó por sentarse a conversar con los jefes de las tribus indias hasta llegar a un acuerdo.

Fumar la simbólica pipa de la paz.

Escribir un manual del agotamiento masculino y seguirlo al pie de la letra.

Caminar todo el día tras el jefe indio hablando y hablando y hablando hasta que él se hartó, se detuvo en medio de la nada y dijo: basta. Ha ganado usted, Dangerous Woman.

Llámeme Lady Deborah, dijo ella. Involuntariamente coqueta.

Era 7 de mayo de 1645. Y Mattinoh, jefe de los indios niochos, firmó a favor de Lady Moody la venta de la tierra que iba ‹‹desde la casa de Antonie Johnson hasta una isla conocida con el nombre de Conyne Island››, que era su nombre original. Lady Moody pagó a cambio dos pistolas y tres libras de pólvora. En total: 15 dólares.

Aunque pagó eso y pagó también su quietud. Porque desde entonces Dangerous Woman no volvió a perseguir a nadie. Sino que dejó en paz al jefe indio Mattinoh y por 15 dólares y una pipa se quedó con un trozo de terreno en el que guardarlo todo tal y como podía haber sido.

Un lugar desde el que inventar, constantemente, el mundo.

Y desde entonces Coney Island empezó a germinar como una enredadera en la que se esconde todo lo que sólo allí, una vez maravillosa, fue.

Con estruendo de tambor de fondo.

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