No sabes cómo sufrí
Calixto Bieito transforma el Don Carlos, de Schiller, en una incongruente y atronadora intriga cortesana. Carlos Hipólito encabeza un reparto minimizado por los decibelios
Calixto Bieito sigue vendiendo más de lo mismo: su versión del Don Carlos es casi tan disparatada y fatigosa como Tirant Lo Blanc o Los Persas. Teníamos entendido que para el señor Schiller, Don Carlos era un héroe romántico. En manos de Bieito es un tarado vestido de rapper que a los cinco minutos le enseña el pito a su madrastra, Isabel de Valois, y tarda diez en hundir la cara en los bajos de la princesa de Éboli. Don Carlos es Jordi Andújar, que se aprendió el texto en apenas cuatro días para sustituir al lesionado Rubén Ochandiano. En tales circunstancias y con esos mimbres tonales, decir que su interpretación me pareció plana puede resultar injusto. Cuando el cuitado infante grita y patalea: "¡Confíeme usted Flandes, padre!", como quien exige espasmódicamente un Cola-Cao, se comprende que su progenitor, Felipe II (Carlos Hipólito) no le dé ni la hora. ¿Tiránico, Felipe II? ¡Un prodigio de sensatez era ese hombre! Se comprende menos que el marqués de Poza (Rafa Castejón) quiera poner a semejante memo al frente de una revuelta sucesoria, aunque quizás tenga sentido, porque Bieito presenta al visionario aristócrata toreando a los sones de un pasodoble ("¡va por ustedes!", proclama) y acto seguido queda en camiseta roquera y se marca el Sympathy for the devil a dúo con este Segismundo de botellón. Con esa entrada, intentar decir el verso y que tu personaje resulte convincente debe haber sido tarea hercúlea para el notable Castejón. Y para todo el elenco, que ha de luchar contra: a) supinas incongruencias de trazo, b) acciones turulatas y, c) música a decibelio limpio. Carlos Hipólito, por ejemplo. Actor sensacional, fuera de serie, el mejor de la función. La medalla al mérito se merece este hombre: de poco sirve construir con denuedo un Felipe II cerebral, frío, reconcentrado, si luego te marcan decir un monólogo acurrucadito en posición fetal sobre una mesa de invernadero y acto seguido, para variar, meterte debajo. O podar tus plantitas con furia psicótica. O atizarle un par de puñaladas a Isabel de Valois. O pegarle un tiro al bueno del marqués: éste no es mi Felipe, éste es Tony Soprano. Imbuido del personaje original, Hipólito bien podría decir aquello de: "No envié mis naves a luchar contra los elementos". Y menudos elementos: a cascoporro los suelta Bieito. No hay donde fijar el ojo ni concentrarse en algo porque continuamente están pasando cosas extrañas en el escenario, un invernadero diseñado por Rebecca Ringst: la Valois y la de Éboli se dan el filete (al fondo), de la tierra brotan cadáveres (víctimas de la colonización, nos dicen), el Inquisidor trenza pasitos de baile y la duquesa de Alba pasea con su hijita como osas enjauladas, mientras entran y salen estruendosas carras con los personajes restantes formando diversas composiciones plásticas. Tal como está contada, y tras la severa dieta dramatúrgica de Bieito y Marc Rosich, la intriga cortesana no la entiende ni John Le Carré. Enigmática peculiaridad inicial: los actores visten de calle y las actrices van de época. El duque y la duquesa de Alba, meras figuras en el convulso paisaje, son dos estupendos cantantes: Josep Ferrer y Begoña Alberdi. Qué digo figuras: figurones. Para Bieito, el duque es un señor con bigotito fascista y cara de palo que lanza octavillas, murmura cuatro frases, bebe coñac (Brandy Duque de Alba ¿lo pillan?) y se fuma un Ducados (¿lo repillan?). La duquesa, además de deambular con la niña (que no figura en el reparto) recita un cacho de Camino, aquello de "has nacido para ser caudillo". Eso sí, cantan todo el rato: soberbia la Lacrimosa, por cierto. Y cuando no cantan, venga pasodoble o tatachunda telúrica: el caso es tapar a los pobres actores, que han venido a este mundo a sufrir. (Otro damnificado es el excelente traductor, Adam Kovacsics, al que acompaño en el sentimiento). Volviendo a las incongruencias de trazo, las actrices también se llevan lo suyo. ¿Pensaban ustedes que Isabel de Valois debía mostrar majestad o elegancia? Ni soñarlo: a Violeta Pérez parecen haberle ordenado: "Nada, tú como una chacha, entre respondona y berreante". Ángels Bassas, de probada autoridad escénica, está igualmente condenada a interpretar a la princesa de Éboli como un pendón desorejado. Y desojado, porque se perfora la córnea con un crucifijo. Su momento más hilarante es cuando se perniabre hasta la dislocación inguinal ante el monarca a la vez que dice: "No me malinterprete usted por esta acción".
No hay donde fijar el ojo ni concentrarse en algo porque continuamente están pasando cosas extrañas en el escenario
Tal como está contada, y tras la severa dieta dramatúrgica, la intriga cortesana no la entiende ni John Le Carré
La media hora final es la mejor del espectáculo. Sea por iluminación súbita o por súplica colectiva, Bieito pone el volumen a cero para los sucesivos careos de don Felipe (ahí sí brilla a modo Carlos Hipólito) con el Infante, con el Marqués (ídem para Castejón) y con el Gran Inquisidor, que interpreta Mingo Ràfols en otro brillante trabajo, y para que hagan, por derecho y sin hojarasca, lo que realmente saben hacer: interpretar con fuerza y con sentido. ¡Qué descanso, madre santa, y qué gusto da escucharles dejar diáfano el estupendo conflicto entre Iglesia y Estado que trazó Schiller! (Visto lo visto y oído lo oído, ruego a quien corresponda una versión unplugged del espectáculo). Como no hay dicha perfecta, al final Don Carlos se convierte en terrorista con mochila y detonadores, manipulado por su señora madrastra, y el Inquisidor acaba estrangulándole con su estola eclesiástica. En el programa de mano, apostilla Marc Rosich: "Nuestro trabajo ha consistido en matizar, subrayar, esquivar y reenfocar, con nuestro comentario escénico, los ecos de la obra que todavía pueden resonar en la historia reciente de nuestro país". Han pagado la función el Grec, el Romea, el CDN y el Internationalen Schillertage. Este verano se ha presentado en Salamanca (un "ensayo abierto") y en el Nacional de Manheim, al parecer con mucho éxito en ambas plazas; en los Estivales de Perpignan, y en el Grec (donde yo la vi: teatro lleno, acogida discreta). Del 17 de septiembre al 8 de noviembre se verá en el Valle-Inclán de Madrid. No figura, curiosamente, en la programación del Romea, que dirige el propio Bieito.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.