La falsificación
Una de las cosas más llamativas de las ciudades veraniegas españolas, especialmente de las costeras, es la cantidad de vendedores ambulantes, habitualmente de raza negra y muy jóvenes, que recorren incesantemente los paseos atestados de gente, exhibiendo sus mercancías de todo tipo: gafas de sol, relojes, bolsos, polos, gorras, cinturones...
Lo más característico de sus mercancías es que todas ellas exhiben las marcas más caras y selectas del mercado, vendidas a un precio asequible, cuando no descaradamente barato, muchas veces previa negociación que acaba siempre en éxito para el comprador.
Los vendedores siempre muestran una actitud furtiva y discretamente temerosa, pues saben que la policía acecha y en ese caso tendrán que salir pitando para que no les confisquen todo el material y echen a perder sus posibles ventas, de las que literalmente viven.
¿Es tan valioso el lujo si es tan fácilmente falsificable?
Todos esos artículos de las marcas más selectas son falsos y, dado el precio barato con el que son vendidos, no es de extrañar que luego veamos los paseos de esas ciudades, sus restaurantes, sus terrazas, sus bares llenos de esos artículos falsificados, con lo que el efecto selectivo que esas marcas persiguen acaba en saco roto. Artículos que en el mercado legal costarían cifras prohibitivas, literalmente escandalosas, adquieren una asombrosa y democrática difusión en lo que podríamos llamar el pueblo llano, desde el conductor de autobús hasta el expendedor de billetes, desde el taxista hasta el portero de una finca.
Unas gafas de sol que costarían en la tienda correspondiente no menos de 200 euros, en el mejor de los casos, acaban costando 10; un reloj que costaría no menos de 2.000 euros acaba costando 15; y así sucesivamente.
La sociedad capitalista necesita sus símbolos egregios para crear identificaciones colectivas que ayuden a adquirir y consolidar una identidad directamente relacionada con el poder adquisitivo de cada miembro de esa sociedad.
Los artículos caros y muy caros surgen para permitir que las clases más pudientes se reúnan en torno a un poder simbólico que prolonga y visualiza en la sociedad su poder económico. Por tanto, esos artículos, además de garantizar una calidad traducible en comodidad y confort material, junto con el añadido importantísimo de la corriente de moda que patrocinan y realzan, aportan un importante y fundamental capital simbólico, puesto que la posesión de uno de esos productos avisa públicamente de la capacidad adquisitiva del propietario y, por ello mismo, de su posición social, sin duda privilegiada puesto que dispone de esos recursos económicos para adquirir productos tan caros.
En nuestras sociedades capitalistas avanzadas las mercancías no sólo tienen utilidad sino que se cargan de publicidad en todos los órdenes: publicidad de las marcas, que dicen lo que son mediante su atractivo externo, determinado por el diseño, pero también por la leyenda de su precio inaccesible; y publicidad de los propietarios, que así dicen a los demás quiénes son y qué pueden llegar a pagar por lo que llevan puesto.
Ahora bien, puesto que todos esos artículos son falsificados en gran medida y pueden ser adquiridas sus copias a un precio bajo, o muy bajo, todo el efecto simbólico que acarrean se deteriora gravemente, o desaparece del todo. Las clases poco pudientes pueden acceder de ese modo al mundo selecto que, de otro modo, les sería del todo inaccesible.
¿Y por qué esa necesidad? Sin duda porque la propia sociedad capitalista avanzada crea, con poderosos medios publicitarios, la sensación de que el valor máximo personal reside en el valor máximo de las cosas que sólo con mucho dinero se pueden comprar. Si no dispongo de ese dinero, pero quiero ser como... ése o ésa afortunados, nada mejor que una buena copia para ser como ellos.
Esa democratización del lujo y esa ruina de su poder simbólico dicen algo serio de nuestra sociedad, al menos en un sentido: la falsedad que reside en creer que ser es tener grandes y lujosas cosas es contestada con la falsedad de la copia, que desmonta, sólo en apariencia, esa presunción, al demostrar que se puede poseer el símbolo agraciado que garantiza la superioridad social sin desembolsar sumas importantes de dinero a cambio.
Además, si el lujo es tan fácilmente falsificable, ¿es tan valioso? Evidentemente no es tan valioso; es más, es una fantasía su valor, creado por los mercaderes del lujo, pero así, gracias a la falsificación generalizada, ese fortín de los grandes símbolos del valor social se viene abajo, supongo que para preocupación y malestar de los fabricantes y de los escogidos destinatarios de sus mercancías.
Sólo que queda una secuela, de dañino efecto: gracias al lujo creemos que somos más de lo que somos, sea falso o no ese lujo. ¿Y cómo atacar esa falsa creencia si nuestra sociedad vive radicalmente imbuida de ella, puesto que en nuestra sociedad tener más y mejor siempre es garantía de ser más y mejor?
Ángel Rupérez es escritor.
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