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Columna
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Queremos saber

No resulta tarea fácil realizar un pronóstico certero sobre la deriva que tomarán los acontecimientos en Afganistán tras las peculiares elecciones que se celebrarán el próximo jueves en medio de un conflicto bélico generalizado, cada vez más agudo y para el que no se atisba un final próximo. Pero el hecho de que la Brilat tenga su base en nuestra tierra (Figueirido, Pontevedra) y que casi el 20% de los soldados españoles que han perdido la vida en aquel convulso país sean gallegos, convierte a Galicia en una de las comunidades más castigadas, y explica el interés ciudadano por nuestra presencia en esa lejana nación y la demanda de clarificación al Gobierno sobre nuestro compromiso de futuro en ese interminable conflicto.

Casi el 20% de los españoles que han muerto en Afganistán son gallegos

Es cierto que la ministra Chacón no ha insultado nuestra inteligencia con la insoportable retórica patriótica a la que nos tenía acostumbrados su predecesor, José Bono, pero ha sido incapaz, al igual que el alto mando de la OTAN, de explicar cuáles son los objetivos políticos, estratégicos y militares que se persiguen en Afganistán. Porque lo cierto es que las tropas españolas, entre las que se encuentran numerosos paisanos, están en un país en el que casi ocho años después de la invasión angloamericana los combates se han recrudecido, los talibanes mejoran y consolidan sus posiciones políticas y militares, los señores de la guerra campan a sus anchas, el Gobierno sólo controla, y a duras penas, Kabul, los campos de opio se han extendido por doquier y financian la insurgencia, el terrorismo y la corrupción. En estas condiciones, ¿creen nuestro Gobierno y sus aliados de la OTAN que es posible, como proclaman, que el Gobierno afgano que salga el jueves de las urnas podrá asumir las responsabilidades en materia de seguridad?

Convendría que los gobiernos implicados en el conflicto afgano no olvidasen, a la hora de diseñar su estrategia, que si en Afganistán se instala algún día un gobierno representativo y éste es fuerte y eficaz, no tolerará la presencia extranjera. Si es débil, impopular y corrompido aceptará desde luego el apoyo y el dominio extranjero; pero entonces no será tolerado por su pueblo. No conviene olvidar las lecciones que al respecto proporciona la historia. Por eso no me resisto a repetir por enésima vez la predicción política que Robespierre hizo en 1792 y que resulta de obligada observancia en el caso que nos ocupa: "La más extravagante de las ideas que puede anidar en la mente de un político es creer que basta que un pueblo entre a mano armada en un pueblo extranjero para que éste adopte sus leyes y su constitución. Nadie quiere a los misioneros armados, y el primer consejo que da la naturaleza y la prudencia es rechazarlos como enemigos".

Así pues, no debe descartarse que en Afganistán se repita, mutatis mutandis, lo que sucedió en Vietnam e Irán. Son las consecuencias que conlleva ignorar las lecciones de la historia. Tampoco debería olvidar el Gobierno a la hora de dar una explicación convincente sobre nuestra presencia en el lejano país asiático los intereses económicos que están en juego en aquella sensible región del mundo. Porque, en efecto, mucho antes del 11-S -en 1998- los estrategas estadounidenses calificaban ya esa zona como "área de responsabilidad"; es decir, como zona de posible intervención con el fin de controlar Asia Central y especialmente la región del Caspio.

Al ocupar Afganistán y posteriormente Iraq, EE UU se ha asegurado el control durante los próximos años de la conocida elipse estratégica de la energía, el área que se extiende desde la península Arábiga hasta Asia Central. Con esta operación, Washington ha obtenido una ventaja estratégica en detrimento de otras potencias como la UE, Rusia o China, asegurándose así una eminente posición de dominio. En tales circunstancias, comprenderá el Gobierno que queramos saber, sin que el poder confunda objetivos con quimeras, por qué están y por qué mueren nuestros soldados en Afganistán.

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